Texto de nuestro compañero Fernando Prats en 20 Minutos.
La crisis provocada por los incendios de Australia constituye otra advertencia más sobre la dimensión catastrófica que conlleva el cambio climático. Los peligros del calentamiento global ya no son profecías distópicas, sino procesos globales con enormes inercias que hay que tratar de reconducir para evitar sus escenarios más dramáticos. Para entender lo que significan los sucesos australianos, primero hay que saber que la temperatura media, respecto a la etapa preindustrial, apenas ha aumentado en 1ºC y actualmente nos situamos dentro de un escenario en el que los compromisos post-París apuntan a incrementos superiores a los 3ºC en este siglo; es decir, más del doble del límite recomendado por la ciencia para tratar de evitar un drama existencial para la humanidad.
Desde septiembre, y con más de un centenar de focos activos, el balance de los incendios en Australia es escalofriante: entre 8 y 10 millones de hectáreas calcinadas, 6 mil kilómetros de frentes en llamas, 28 personas fallecidas, cientos de miles de afectadas, millones de animales muertos (1.000 millones según las evaluaciones de expertos de la Universidad de Sídney) y 1.400 millones de dólares en ayudas programadas, hasta el momento, por el gobierno. Todo ello ha sido provocado por la proliferación de incendios de nueva generación que, alimentados por fuertes vientos y altas temperaturas, quedan fuera de control de los medios disponibles para combatirlos.
Lo que toca ahora es solidarizarse con las víctimas, pero, si miramos más allá, la creciente proliferación de catástrofes atmosféricas de los últimos tiempos –Siberia, Alaska, Groenlandia, Chile, California, La Amazonia, Angola, el Congo, etc.– exige, tras el fiasco político de la COP25 de Madrid, multiplicar la presión social sobre los gobiernos para aumentar la ambición de los compromisos de descarbonización. Sin embargo, también ha llegado el momento de decir basta, de exigir responsabilidades y de reclamar la promulgación de nuevos tipos penales y sanciones administrativas para aquellas conductas que, ya sea por acción u omisión, conduzcan a catástrofes eco sociales como la australiana.
En el ámbito criminal, habría que establecer nuevas tipologías delictivas en torno a conductas que, como el ecocidio, puedan provocar la desaparición de hábitats, comunidades, personas y otros seres vivos como consecuencia de la alteración de los ciclos y ecosistemas clave que mantienen la vida actual, y futura, en el planeta. En el ámbito administrativo, afortunadamente, ya se están produciendo sentencias innovadoras que, como la del Tribunal Supremo de Holanda, ordena al Gobierno la reducción de los Gases de Efecto Invernadero (GEI), por considerar que se “debe de proteger al ciudadano del deterioro del entorno y porque la lucha contra el cambio climático es un asunto de interés general”.
Las carencias del debate político en España
Nuestro país es singularmente vulnerable ante la crisis ecológica y climática. De hecho, no solo hemos desbordado abrumadoramente la mayoría de los límites biofísicos imprescindibles para la vida planetaria (Universidad de Leeds 2018), sino que el 75% de nuestro consumo energético procede de combustibles fósiles y el aumento de nuestras emisiones de GEI ha sido el más importante de la Unión Europea entre 1990 y 2014. Además, por sus características geográficas, la Península Ibérica ya está sufriendo crecientes aumentos de temperatura, reducciones de precipitaciones e incrementos significativos de eventos meteorológicos extremos, como por ejemplo las reiteradas gotas frías (DANAs) en el Mediterráneo.
De hecho, ya se están produciendo alteraciones biofísicas en las montañas, los bosques, el agua o los sistemas litorales y se constata la creciente desertización y pérdida de calidad edafológica del suelo y de biodiversidad en partes importantes del territorio. Es decir, podemos no querer enterarnos, sin embargo, seguimos avanzando decididamente hacia escenarios en los que, si no actuamos con contundencia, las alteraciones ecológicas tenderán a incrementarse y acabarán afectando, cada vez con mayor intensidad, a la vida de la población.
Sin embargo, el debate político –tómese como referencia la reciente investidura del presidente del Gobierno– se nutre de discursos que todavía no han englobado la extraordinaria dimensión de los desafíos y los correspondientes cambios eco sociales que hay que acometer en las próximas dos décadas. Porque, más allá de la ensoñación de los nostálgicos de oscuros pasados o el reduccionismo identitario, todavía no se entiende que las apuestas que estos tiempos demandan pasan por acometer un ambicioso programa de emergencia y excepción que, centrado en afrontar la amenaza existencial, articulen, a su vez, otras cuestiones fundamentales que tienen que ver con la profundización democrática, la vertebración territorial o la superación de las desigualdades de todo tipo (sociales, de género, laborales, etc.).
Cuando lo que está en juego es la desestabilización de las propias bases de la vida, ya no tiene sentido reproducir airadamente los mantras y alineamientos políticos del siglo pasado, ni tampoco discutir hasta la saciedad por el control de las competencias de un gobierno con 22 carteras. Necesitaríamos utilizar toda su capacidad para impulsar una respuesta integral y concertada con los territorios, ciudades y colectivos empresariales y sociales para hacer frente a los desafíos del nuevo ciclo histórico.
En todo caso, siendo una buena noticia la vicepresidencia de una ministra de prestigio como Teresa Ribera, tal medida no parece suficiente si no se vincula a la decisión de abordar una estrategia de emergencia ecológica/climática desde la misma presidencia del gobierno. Tómese nota de que, más allá de las dudas que suscita la capacidad del “capitalismo verde” para alcanzar una Europa realmente sostenible, lo cierto es que su presidenta, la conservadora Von der Leyen, ha convertido su Pacto Verde y los objetivos de reducir las emisiones de carbono al 100% en 2050 en el eje central de su gobierno, instrumentando un marco legal y financiero a la medida, así como la correspondiente coordinación de sectores clave como el transporte, la energía, la agricultura, la edificación, la industria, la siderurgia, el cemento, las TIC, los textiles y los productos químicos.
Reformular el proyecto de país
Necesitamos formular ese programa de emergencia y excepción que contemple la urgente transición energética y la plena descarbonización y adaptación al cambio climático, restituya la rica biodiversidad del país (agua, suelo, bosques, etc.), impulse la bio regionalización de territorios, ciudades y del mundo rural y garantice que nadie quede descolgado como consecuencia de tales cambios (La Gran Transición. 2017).
Como es evidente que tales transformaciones no se pueden resolver “desde arriba” –ahí están los “chalecos amarillos” para recordarlo– parece imprescindible desplegar urgentemente una campaña excepcional de información y debate para incorporar activamente a la sociedad en la formulación de un pacto intergeneracional que apueste por recrear formas alternativas de existencia más sencillas, saludables e integradas con el resto de los sistemas vivos del planeta.
Hoy, bajo la alienación materialista que nos invade, el tiempo se agota y tal aspiración parece una quimera, pero, como dicen las pancartas de los jóvenes de “Friday for Future”, lo cierto es que no existe un plan B sin barbarie y que no debe subestimarse la capacidad de la sociedad para impulsar cambios profundos en las encrucijadas de emergencia climática actuales. La cuestión es que entendamos que lo que está en juego es la vida; la nuestra y la de nuestros hijos e hijas y nietos y nietas.