Artículo publicado por nuestro compañero Kois en EL DIARIO
Desde hace días una inédita ola de calor ha azotado Canadá y el norte de EEUU, una subida de temperaturas que ha llegado a 47,9º, batiendo todos los récords históricos previos. Más de un centenar de muertes, e imágenes del agotamiento de los stocks de ventiladores y aires acondicionados, o de las habitaciones de hotel con aire acondicionado multiplicando por cuatro su precio. No hay salidas individuales para quienes no sean privilegiados económicos. Frente a esto emerge lo colectivo, con los locales climatizados como polideportivos, centros de convenciones, bibliotecas e incluso centros comerciales, que se han convertido en refugios capaces de acoger a una población exhausta. Además, las clases escolares se han suspendido y asistimos al deterioro de infraestructuras como carreteras y aceras, que se están quebrando, o cables de instalaciones eléctricas que se están derritiendo. Un escenario dramático que parece sacado de otra distopía climática.
En julio de 1995, otra ola de calor tropical golpeó Chicago provocando la muerte de más de 700 personas. Cuando se analizaron las muertes, parecían correlacionarse con la segregación y la desigualdad, pues ocho de las diez áreas urbanas con las tasas de mortalidad más altas eran en gran parte afroamericanas y tenían altos niveles de pobreza y delincuencia. Sin embargo, como explica Eric Klinenberg, otros elementos de las estadísticas no resultaron tan predecibles. Tres de los diez vecindarios con las tasas de mortalidad más bajas también eran pobres, violentos y predominantemente afroamericanos, mientras que otro era pobre, violento y predominantemente latino. ¿Cómo estas zona vulnerables eran más resilientes que muchas de las áreas más prósperas de la ciudad?
La respuesta era la existencia de una densa infraestructura social. En situaciones excepcionales y de emergencia, cuando los grandes dispositivos fallan, la infraestructura social puede resultar determinante para nuestra supervivencia. Durante la ola de calor los vínculos familiares o comunitarios extensos, el volumen de interacciones cotidianas que incitan a preguntar y preocuparse por la situación de personas vulnerables conocidas, la existencia de comercio de proximidad de uso diario, la pertenencia a redes informales o a experiencias asociativas se relacionaron con menores tasas de mortalidad. La epidemiología suele establecer relaciones directas entre vínculos vecinales, salud y longevidad; lo que no suelen contarnos es que para que estas relaciones de ayuda mutua se encuentren disponibles en el momento necesario hace falta la existencia de una infraestructura social robusta que las sostenga en el tiempo.
El sociólogo Eric Klinenberg estudió este episodio y dio forma a la noción de infraestructura social en su libro Palacios para el pueblo, que próximamente publicará Capitan Swing. Y por infraestructura social se refiere a los equipamientos públicos (bibliotecas, parques, centros culturales, polideportivos…) y a los espacios físicos gestionados por organizaciones comunitarias (espacios vecinales, centros sociales, huertos urbanos…) que son conocidos y reconocidos como lugares que permiten a la gente mantener relaciones recurrentes y hacer conjuntamente cosas que disfrutan, haciendo que las relaciones sociales se vuelvan más robustas. Espacios donde las personas pueden reunirse, socializar y quedarse un rato sin tener que consumir para hacerlo.
En nuestra geografía la emergencia de las redes vecinales de ayuda mutua y cuidados durante la pandemia nos demuestran la importancia de la acción comunitaria a la hora de gestionar situaciones excepcionales. Prácticas que conectan con una nueva generación de iniciativas estrechamente ligadas a los tejidos sociocomunitarios, en las que el énfasis se pone en la respuesta práctica, colectiva y participativa ante distintos retos ambientales. Experiencias como los huertos urbanos o la gestión ciudadana de espacios públicos y equipamientos se orientan a reducir los umbrales de vulnerabilidad de las ciudades; pero su principal valor tiene que ver con la reconstrucción de vínculos sociales, el fomento de capacidades y conocimientos que permiten la autoorganización, la socialización en otras coordenadas culturales, la dimensión educativa de los procesos o la capacidad de innovación de la ciudadanía.
Y es que ante la amenaza que supone la crisis ecosocial las ciudades y municipios deberían estar facilitando el desarrollo de su «infraestructura social», de forma que la gente aumente sus conocimientos, habilidades y capacidades para intervenir sobre el mundo. Muchos de estos dispositivos son capaces de transformar la experiencia vivida de las personas y simultáneamente promover cambios radicales a pequeña escala. Y lo que resulta sorprendente es que en muchos casos se han desarrollado enfrentándose a leyes y normativas, obstáculos e inercias institucionales. Ante lo que cabe preguntarse: ¿De qué serían capaces con mayor apoyo y reconocimiento? ¿Qué potencialidades de cambio estamos desperdiciando por las desconfianzas entre sociedad civil e instituciones?
Ante la evidencia de que este tipo de fenómenos climáticos extremos se van a volver más recurrentes e intensos, y que la crisis ecosocial nos garantiza que asistiremos a nuevas situaciones excepcionales (pandemias, inundaciones, sequías…), una de las prioridades de cualquier gobierno local debería ser aumentar la resiliencia de sus municipios. Para ello resulta imprescindible legitimar y fortalecer la autonomía de los tejidos sociales, así como aumentar la importancia de una esfera pública no estatal a nivel local. Esto implica intensificar fórmulas de cooperación público-comunitaria, buscando inspiración en las innovaciones ciudadanas como un repositorio donde encontrar nuevas formas de diseñar, desplegar y evaluar las políticas públicas, como propone este interesante informe sobre el programa Patrimonio Ciudadano de Barcelona.
Y sin embargo muchos gobiernos locales se dedican a la destrucción sistemática de su infraestructura social, con el de Madrid a la cabeza (desalojo de espacios vecinales y ataque a las redes de ayuda mutua, desmantelamiento de canales de participación como los Foros Locales o el desguace de proyectos de innovación ciudadana como Medialab). En repetidas ocasiones los responsables políticos acaban comportándose como la Nada de la Historia Interminable. Esa destructiva tormenta que arrasa con todo atisbo de vida según avanza, generando un vacío que se ensancha a medida que perdemos la esperanza y nos invade la tristeza.
En un contexto ecológicamente adverso, en el que ninguna institución pública va a poder abordar los grandes retos ecosociales en solitario y donde tampoco parece realista que los movimientos y tejidos comunitarios puedan alcanzar de forma autosuficiente los niveles óptimos de resiliencia, la cooperación público-comunitaria se vuelve imprescindible. La profunda reorganización del funcionamiento de nuestras sociedades y de sus metabolismos socioeconómicos solo será viable en la medida en que se desarrollen estrategias colectivas, donde se enfatice la creatividad y el protagonismo social, a la vez que ineludiblemente se produzca una complicidad y una conflictividad creativa entre instituciones y sociedad civil.