Texto de nuestra compañera Yayo Herrero publicado en CONAMA
La crisis del coronavirus ha quebrado visiblemente la normalidad. Además de todas las personas que han muerto o enfermado, los días de angustiosa saturación de los servicios de la sanidad pública, el confinamiento y cierre de una buena parte de las actividades sociales y económicas, nos encontramos en la antesala de una crisis económica cuya dimensión puede ser enorme.
La fragilidad de nuestros metabolismos económicos globalizados se ha mostrado de una forma cruda. Muchas personas e instituciones advierten que el frenazo forzoso y en seco de la crisis del coronavirus va a causar una crisis peor que la de 2008 y, según se aborde – priorizando a las personas y sus condiciones de vida o poniendo toda la energía en el crecimiento de las tasas de ganancia – las consecuencias serán o no devastadoras.
Hace pocas semanas, el relator sobre extrema pobreza y derechos humanos de la ONU Philip Alston, advertía de la preocupante situación social que se vivía en nuestro país y concluía que había visto barrios “en peores condiciones que campos de refugiados”. En los momentos previos a la llegada del coronavirus, la precariedad, la fragilización el derecho del trabajo, la pobreza habitacional o energética eran ya estructurales.
Pero además, la situación de alarma por el coronavirus, se inserta en un estado de emergencia ecológica y climática. Las proyecciones que establece la comunidad científica para nuestro país hablan de cómo el cambio climático va a afectar gravemente a nuestras economías, a nuestros lugares de residencia, o a nuestros puestos de trabajo. Igualmente, la crisis de energía y materiales, van a tensionar de forma aún más fuerte el mantenimiento de las economías globalizadas.
En paralelo, en estos días de frenazo económico, la calidad del aire ha mejorado ostensiblemente, las emisiones de gases de efecto invernadero disminuyeron en China, al igual que el transporte aéreo. Hemos visto que se han prohibido los despidos, los desahucios y los cortes de luz y agua; e incluso se trabaja en una propuesta de ingreso mínimo vital que garantice la satisfacción de las necesidades básicas para todas las personas. Es decir, durante el período de excepción, se han producido situaciones y se han aprobado medidas inimaginables en período de normalidad.
A mi juicio, esta situación paradójica desvela la contradicción esencial de nuestro tiempo. La mejora de los indicadores bursátiles, el crecimiento del PIB y, sobre todo, las cuentas de resultados de fondos de inversión y el reparto de dividendos exigen sacrificios. La sacralidad del crecimiento económico, la concepción de la economía actual como la única posible se ha transformado en una verdadera religión civil. Merece la pena sacrificarlo todo con tal de que los beneficios crezcan. Solo las ocasiones en las que la economía fracasa, los indicadores biofísicos mejoran.
Pero en estos días, también hemos experimentado lo que es verdaderamente imprescindible. Lo que no se puede dejar de hacer y quien lo hace. Nos referimos a los cuidados a menores, personas mayores, diversas funcionales,… Hemos comprobado la importancia de tener servicios públicos robustos: sanidad, educación, dependencia, etc. Estamos viendo cómo la sociedad civil organizada en muy poco tiempo ha sido, está siendo, capaz de articularse. El trabajo y la creatividad puesta al servicio del bien común. Este brote de solidaridad y comunidad es necesario, disuelve las individualidades y hace a las personas conscientes de sus capacidades individuales y colectivas.
Creemos que hay que ir mucho más allá. Es es el momento de abordar con valentía y ambición un plan de choque ecosocial que no sea coyuntural, sino que permita surfear esta crisis lo mejor posible y deje a la sociedad en mejores condiciones para abordar las futuras.
Eso pasa por generar un paquete de medidas sociales que no sean meras ocurrencias temporales, sino que conduzcan a una situación de mayor resiliencia. La clave es garantizar ingresos y servicios públicos de forma masiva. A la vez, es preciso afrontar las necesarias transiciones ecológicas, económicas y sociales para adaptar nuestras sociedades a las condiciones biogeofísicas que son la nueva normalidad.
La comunidad científica, cada vez de una forma más clara, advierte de que las políticas de crecimiento verde carecen de respaldo empírico y plantean los esfuerzos del Banco Mundial y la OCDE para promover el crecimiento verde como una apuesta por las falsas soluciones. Añaden que para lograr reducciones proporcionales al problema que afrontamos que permitan llegar rápido a umbrales seguros, serían necesarias estrategias de decrecimiento. Se trata de aprender a vivir bien bajo el principio de suficiencia y el del reparto de la riqueza. No tenemos mucho tiempo para seguir equivocándonos.
Tenemos conocimiento, propuestas y tecnologías adecuadas, aunque, obviamente, una cosa es tener propuestas en el papel y otra es aterrizarlas. Lo que nos falta es convertir estos horizontes de suficiencia, reparto y justicia en utopías deseable. Ahí nos jugamos nuestro futuro.