Texto de nuestro compañero Adrián Almazán en EL DIARIO
El colapso era, entre otras cosas, esto. No solamente escasez de energía –reflejada, por ejemplo, en la inestabilidad del precio del petróleo–, desestabilización climática –con mayor incidencia de fenómenos climáticos extremos como el Gloria–, erosión del suelo fértil, dificultades de acceso al agua dulce o pérdida de biodiversidad. Como nos recuerda Ahmed Nafeez, era bien sabido que la intensificación de la globalización de la industria combinada con los cambios de uso de suelo masivos y las transformaciones climáticas podían generar pandemias globales fruto del trasvase de enfermedades animales entre sí y de éstos a los humanos. Es decir, el coronavirus es sólo uno de los probables casos de pandemia global que se vendrán a sumar las perspectivas de colapso en este siglo XXI. Desastres que, lejos de ser naturales, se convertirán en manifestaciones de la capacidad social de respuesta a un estado de emergencia que ha llegado para quedarse.
La primera prueba de fuego no ha arrojado respuestas muy esperanzadoras. En China hemos visto cómo la dinámica autoritaria de un gobierno sin máscaras no solamente se ha extendido, sino que ha ganado una legitimidad sin precedentes. Las draconianas medidas de aislamiento, seguimiento, intervención estatal y control de la población han supuesto una definitiva vuelta de tuerca al régimen de control cibernético. Una nueva cultura represiva que lleva décadas incubándose y que eclosionó en la represión de las movilizaciones en Hong Kong. Este autorismo, sin embargo, se presenta en los medios de comunicación como paradigma de la efectividad, como única respuesta eficiente ante escenarios de emergencia. Un elogio que viene de la mano de una crítica implícita a la Unión Europea por su «desorganización», su falta de «coordinación», la «suavidad» de sus medidas y la lentitud de sus procedimientos de toma de decisiones. Tanto es así, que Italia no ha tardado en tomar nota de las medidas chinas para trasladarlas a su propio territorio. El Estado Español, como estamos viendo, no tardará en seguir la misma senda. Para dar confianza y demostrar que la «democracia» también puede ser efectiva, ¿qué mejor que erosionarla?
Todo parece indicar que para gran parte de la población la moraleja de esta emergencia planetaria es la ineficiencia de una democracia inerme. La deseabilidad de centros de decisión centralizados, jeraquizados y capaces de imponer autoritariamente patrones de comportamiento social e individual. Los límites de la democracia liberal no dibujan la posibilidad de una organización política autónoma. La emergencia no se convierte en caldo de cultivo de una apuesta por la democracia directa. Lo que el miedo, parcialmente creado desde los medios de comunicación, impone es el deseo de una vuelta de tuerca a nuestra dependencia ya casi total del mercado y el Estado. Deseo que, como se constataba en el discurso de ayer de Pedro Sánchez, el Estado no desaprovecha al presentarse como único ente protector y como aglutinador legítimo de los sentires de la mayoría de la población.
Pese a ello, no dejan de existir experiencias que apuntan en otras direcciones. Por ejemplo, mi propia experiencia personal. En el pequeño pueblo de la sierra madrileña en el que vivo desde hace casi un año, estos días han venido atrevesados por la solidaridad. Varias parejas sin hijos ni personas a su cargo se ofrecían voluntarias para participar en los cuidados de los dependientes. Los productores de nuestro grupo de consumo nos escribían tranquilizadores. Ya que los huertos y animales no entienden de emergencia vírica, la semana próxima nuestra cesta de productos agroecológicos llegará, como siempre, al local de nuestra cooperativa. Hasta mi vecino Luis, que lleva ya casi un mes trabajando en su huerta de verano, recogía ayer de manera apresurada los restos de su huerta de invierno para ofrecerlos a quien lo necesitara.
Una segunda herencia que nos dejarán estos días extraños es la estupefacción. No puede resultar más que paradójico comparar las medidas que se despliegan ante la emergencia vírica y la (falta de) respuesta ante una emergencia climática ya oficialmente declarada. Lejos de ponderar la gravedad de una desestabilización climática que sin duda arrojaría tasas de mortalidad infinitamente mayores que las del coronavirus (relativamente moderadas, aunque especialmente elevadas en población frágil), nuestra sociedades siguen dejando que el cortoplacismo guíe su curso de acción. Cortoplacismo que una dinámica política basada cada vez más en las imposiciones mediáticas y las políticas de imagen, y cada vez menos en la reflexión sosegada y la planificación democrática a medio y largo plazo, no deja de alimentar.
La lucha contundente, con todos los medios, sin cuartel contra el coronavirus la impone más su omnipresencia mediática y el riesgo de erosión personal del ejecutivo –baja jugada por una derecha que instrumentaliza la emergencia de manera partidista– que un riesgo social real. ¿Cómo si no entender la abismal diferencia de acción frente a la pandemia y frente al ecocidio? Parece ser que la lucha ecológica todavía no da los votos suficientes para convertirla en prioridad de Estado.
Pero, ¿los dará algún día? Al fin y al cabo, lo que abre un abismo entre el coronavirus y la crisis ecosocial es la temporalidad. Mientras que la lucha contra el colapso implicaría una reformulación permanente de nuestro modo de vida, nuestro modo de producción, nuestro transporte, nuestra alimentación, etc.; el coronavirus se interpreta como una amenaza puntual, situada, finita. Sin embargo, como señalaba bien Santiago Alba Rico, un sistema económico en permanente riesgo y que se dirigía ya hacia un colapso durante este año 2020 no va a ser capaz de recuperarse de esta crisis, que de nuevo saca a relucir la interdependencia y fragilidad del orden económico neoliberal.
Durante los últimos días muchos señalaban que la bajada de exportaciones chinas de la última semana se demostraba imposible de compensar con una industria local depauperada por la deslocalización productiva. Durante ya más de cuatro décadas hemos construido una economía en la que el sostenimiento de nuestra vida se encuentra íntimamente ligado a las producciones externas y, sobre todo, a la posibilidad de un transporte y una logística siempre engrasados, infalibles. Las escaseces de suministro en alimentos o vestido no son más que un preludio de lo que vendrá cuando el precio de los combustibles fósiles se dispare respondiendo a un declive que, desde hace ya más de diez años, se ha demostrado imparable. Por tanto, la excepcionalidad que supondrá el escenario post-coronavirus se convertirá en nueva normalidad, como ya lo hizo la excepcionalidad del mundo post-crisis 2008.
Por tanto, la pregunta inevitable es: ¿entenderemos realmente este breve escenario de colapso como una advertencia? ¿O lo tomaremos como una excusa para reforzar la incuestionabilidad de lo existente, para alimentar la xenofobia, para dinamitar los ya debilitados lazos sociales que son condición indispensable para una respuesta justa y democrática a la inevitable escasez futura? ¿Cuál será la nueva respuesta a una crisis que ya se anuncia y que promete ser al menos tan devastadora como fue la del 2008?