Nuestro compañero Fernando Prats publica esta tribuna en CTXT:
Julio ha sido el mes más caluroso desde que existen registros, en Siberia y Alaska los incendios se han prodigado extraordinariamente y en Groenlandia se han alcanzado récords en deshielos que llegarán a incidir en las zonas templadas del hemisferio norte, incluida España. Más manifestaciones de que afrontamos un reto existencial, denunciado en los últimos informes de la ONU, UNESCO, IPPC o IPBES, en donde se insiste que las medidas adoptadas hasta ahora en las grandes conferencias internacionales están resultando insuficientes, que la crisis ecológica y climática se recrudece y que es necesario impulsar cambios rápidos y profundos, en la medida en que aún estemos a tiempo de evitar un auténtico drama civilizatorio.
Ni siquiera la Unión Europea está en la senda de cumplir con los compromisos suscritos en la Cumbre de París para 2030 y, de hecho, nos estamos quedando sin tiempo para evitar que las temperaturas a finales de siglo aumenten más de 1,5ºC – 2ºC con relación a la era preindustrial. Es más, los acuerdos actuales conducen a que el valor medio del calentamiento global en tal fecha se sitúe en torno a 3,2 ºC, según los últimos informes de NNUU-Medioambiente.
Alarmados por la gravedad de la situación, están surgiendo nuevos movimientos sociales, como Fridays for Future o Extinction Rebellion, que junto a los más veteranos han decidido sumarse a la convocatoria de una Huelga Mundial por el Clima el 27 de septiembre para reclamar la Declaración del Estado de Emergencia Climática a todos los niveles (tales declaraciones ya se ha producido en el Parlamento Británico, Escocia, Gales, Cataluña, en cientos de ciudades y es previsible que se siga produciendo en los próximos meses). En España, el pasado 24 de julio las plataformas Fridays for Future, Alianza por el Clima, 2020 Rebelión por el Clima y Alianza por la Emergencia Climática impulsaron la convocatoria de la Huelga Mundial por el Clima que ya reúne el apoyo de más de 300 organizaciones.
¿Podemos esperar ante la evidente gravedad de la situación que actuemos en consecuencia? Desgraciadamente, tampoco ahora parece probable porque las declaraciones institucionales de emergencia, más allá de su indudable interés simbólico, no están siendo acompañadas de consideraciones de fondo y contenidos prácticos a la altura de los retos derivados de la crisis climática y ecológica. Tres referencias al respecto.
En primer lugar, las declaraciones de emergencia, como su nombre indica, deben interpretarse como el último recurso de una sociedad para adoptar urgentemente medidas excepcionales con las que hacer frente a una amenaza existencial inminente (un auténtico ecocidio impulsado por la crisis climática y de la biodiversidad). Y, sin embargo, a pesar de la abrumadora información al respecto, nuestras respuestas siguen sin mostrar la contundencia necesaria para hacer frente a la amenaza de un colapso civilizatorio.
En segundo lugar, a la hora de establecer los análisis y las medidas correspondientes, hay que reconocer la íntima relación existente entre el clima, la energía y la economía basada en la acumulación de capital y el consumo ilimitados, ya que los procesos de calentamiento global se relacionan con el desbordamiento socioeconómico de los límites biofísicos de un planeta finito y la correspondiente quema de cantidades ingentes de combustibles fósiles (11.500 millones de toneladas anuales) que, además de acercarse a su declive productivo, no pueden ser sustituidos “a la par” por energías renovables. De hecho, recientes estudios del ICTA-UAB y de la Goldsmiths University of London confirman que la necesaria reducción de emisiones de carbono solo es compatible con un menor (y cualitativamente distinto) crecimiento o, directamente, con el decrecimiento económico. Sin embargo, el relato dominante sigue manteniendo la quimera de que los avances técnico-científicos permitirán compatibilizar los objetivos de cero emisiones climáticas y la salvaguardia de la biodiversidad con los paradigmas del crecimiento económico ilimitado/indiscriminado.
En tercer lugar, también hay que aceptar la centralidad de la cuestión de la desigualdad, inter-vivos y con las generaciones futuras, sobre la apropiación de márgenes vitales limitados y crecientemente desbordados (por ejemplo, la emisión de carbono en la atmósfera) y que tales situaciones no se van a resolver igualando “por arriba” la huella ecológica de todas las personas. Cuando los límites biofísicos ya han sido sobrepasados y lo que está en juego es la vida (incluida la nuestra) ya no es posible seguir conciliando con que el 10% de la población se desenvuelva generando el 50% de los gases de efecto invernadero, mientras que el 50% menos favorecido tiene que sobrevivir constreñido en entornos existenciales limitados al 10% de las emisiones globales (Oxfam). Hablar de emergencias climáticas exige, entre otras cosas, poner en pie un acuerdo marco legal sobre “límites admisibles” y una potente fiscalidad al carbono como un principio esencial no solo de eficiencia y de recaudación de fondos imprescindibles, sino también de elemental justicia climática.
La declaración del estado de emergencia climática en España
España es especialmente sensible frente al cambio climático. Más allá de que el aumento de sus emisiones de gases de efecto invernadero ha sido el más alto de la Unión Europea entre 1990 y 2014, el país, a pesar de contar con importantísimos recursos renovables, tiene una importante dependencia de combustibles fósiles (en torno al 75%), mayoritariamente procedentes del exterior. Además, por sus características geográficas la península ibérica se configura como uno de los territorios más vulnerables del continente ante la amenaza climática. No hay más que ver la incidencia de la gota fría o DANA.
Desgraciadamente, hemos perdido un tiempo precioso a la hora de armar las políticas públicas relacionadas con la descarbonización y el despliegue de las energías verdes. Y, a pesar de los significativos avances proyectados por la ministra Teresa Ribera en torno al reciente Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), no puede obviarse que se trata de un problema-país que desborda las competencias de un solo departamento gubernamental y que, por lo tanto, la importancia de la apuesta por el cambio dependerá de la voluntad que desplieguen el conjunto de la sociedad y sus instituciones.
Por eso, la Declaración del Estado de Emergencia Climática constituye una excelente oportunidad para volver a situar el problema en la dimensión que tiene, tomando en consideración una serie de cuestiones clave:
1. Alcanzar la plena descarbonización del país en el horizonte 2040/50:
Este objetivo requiere la elaboración de programas de “transición fuerte” en sectores clave de la economía que habrán de contemplar la renovabilidad de la oferta y la reducción de la demanda energética (en torno al 50/60%), apostando por un gradiente de prioridades basado en 1) la reducción del consumo energético y la optimización de los sumideros naturales de carbono (hacia una cultura de la suficiencia), 2) la ecoeficiencia/circularidad en los procesos de producción y consumo y 3) la generalización de energías renovables a través de la progresiva electrificación de las redes y la potenciación de los recursos locales (viento, agua, geotermia, biocombustibles, etc.).
Lógicamente, la aplicación de tales criterios debería proyectarse prioritariamente sobre los complejos empresariales, ciudades e instituciones con mayor carga energética/climática, lo que permitiría alcanzar resultados significativos en poco tiempo, porque un número relativamente reducido de entidades en los sectores de la energía, la industria, la edificación (residencial y servicios) y los sistemas de transporte/turismo concentran la mayor parte del consumo final de energía y de las emisiones de carbono del país.
2. Implementar medidas de adaptación al cambio climático antes de mediados de siglo:
La trascendencia de los efectos del cambio climático sobre amplias zonas de la península requiere la urgente culminación del Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático para anticiparse al aumento de los eventos extremos (tormentas, olas de calor, incendios, etc.), a las alteraciones en los sistemas de montaña, los bosques, el agua, el suelo, muy especialmente el litoral o a la creciente desertización y pérdida de biodiversidad y calidad edafológica de partes importante del territorio.
Y, desde esa perspectiva, habría que culminar la elaboración de los programas de adaptación territoriales y sectoriales clave en el próximo quinquenio, de forma que el país hubiera proyectado sus posibilidades resilientes antes de mediados de siglo.
3. Recuperar una relación sostenible entre la sociedad y sus entornos territoriales:
La pérdida de conexión con la naturaleza de una civilización crecientemente urbana y globalizada ha transformado las ciudades –una de las principales construcciones socioculturales de la humanidad– en espacios artificiales, auténticos sumideros de energía y todo tipo de recursos, cada vez más aisladas de unos entornos territoriales instrumentalizados como meros lugares de extracción, monocultivo y vertido.
Como ya afirmó Maurice Strong, secretario general de la Cumbre de Río (1992), la batalla de la sostenibilidad se ganará o perderá en las ciudades y hoy puede afirmarse que las transiciones por venir, en las que la energía será escasa y cara y el cambio climático una realidad inevitable (singularmente en litorales tan expuestos como el español), requieren recuperar conceptos como los de resiliencia y biorregión, a partir de los cuales el mundo rural, las ciudades sostenibles y los entornos naturales/litorales configuren sistemas de convivencia equilibrados en los que la adaptación al cambio, la proximidad y la circularidad cobren pleno sentido.
4. Garantizar el futuro de las poblaciones más afectadas por la alteración climática:
Indiscutiblemente, el binomio crisis/transiciones va a generar profundas transformaciones en los sectores apuntados y en diversos territorios del centro y sur peninsular, el litoral y las islas. Por ello, además de anticipar tales efectos, incluidos los fenómenos migratorios interterritoriales (¿alguien lo duda?), será necesario desplegar proyectos de rescate y reintegración relacionados con los nuevos sectores que van a jugar un papel importante en las transiciones y en el futuro del país.
Y en este campo hay mucho que hacer porque, además de las inversiones y empleo relacionados con la transición energética – el PNIEC, insuficiente, proyecta 236.000 millones de euros de inversión y más de 300.000 empleos (2021/2030)– lo cierto es que en torno a conceptos tales como la biomímesis, la adaptación a la biocapacidad territorial, las energías renovables, la agroecología y el cambio de dietas, la optimización de los recursos/servicios ambientales, la preservación de la fertilidad del suelo, la reforestación, las biorregiones, las ecociudades y las economías de proximidad, se abre un nuevo mundo de oportunidades y escenarios compatibles con la vida que han de ser formulados y procesados con urgencia.
5. Constituir un marco general operativo para afrontar las transiciones:
Esta cuestión suele constituir la asignatura pendiente de las estrategias que fracasan en la práctica por no asimilar que las transiciones ecosociales son sistémicas, requieren cambios profundos que afectan a nuestras lógicas socioeconómicas y necesitan poner en pie nuevos acuerdos sociales que permitan llevarlos a efecto con contundencia en los cortos espacios de tiempos disponibles.
A partir de una sociedad bien informada y convencida de la necesidad de apostar por transformaciones de calado, sin ánimo de ser exhaustivos, se apuntan cuatro temáticas clave: 1) la organización de redes capaces de articular el conjunto de las iniciativas públicas, privadas y sociales en los distintos sectores/territorios, desde la Presidencia del Gobierno hasta las redes de iniciativas locales descentralizadas; 2) la disposición de competencias ejecutivas suficientes para implementar determinadas líneas de acción en entidades de alto impacto energético y climático (por ejemplo, la energía como sector estratégico); 3) la instrumentación de sistemas presupuestarios, fiscales y financieros capaces de movilizar recursos extraordinarios en costes y plazos adecuados (creación de un banco/agencia para las transiciones); y 4) la generación de procedimientos que garanticen que el conjunto de las transformaciones, costes y oportunidades que conlleva la transición se acometen desde principios de democracia, transparencia, justicia y solidaridad y bajo la tutela de instituciones públicas garantes del bien común.
Un amplio acuerdo en torno a un proyecto renovado de país
Cometeríamos un grave error si minusvaloráramos la dimensión de los cambios que comporta afrontar la emergencia climática o si consideráramos que la instrumentación de tales cambios puede resolverse desde innovaciones legislativas o de planificación técnica desde “arriba” realizadas por los gobiernos. Los propios acontecimientos en torno a los “chalecos amarillos” en Francia, apuntan a que tales desafíos solo se podrán abordar en toda su amplitud si mayorías sociales bien informadas llegan a asumirlo como un auténtico reto/proyecto de país propio y lo proyectan en un amplio acuerdo político, social y territorial para avanzar rápidamente hacia una sociedad más justa y compatible con los límites ecológicos del planeta.
En esta línea intentamos avanzar en el trabajo La Gran Encrucijada. Sobre la crisis ecosocial y el cambio de ciclo histórico, en el que hemos tratado de adelantar el tipo de proceso que es preciso acometer.
De hecho, se trata de formular un nuevo contrato social y ecológico y así lo entienden iniciativas que con diferentes nombres y variantes –Green New Deal, Transición Socioecológica, Horizonte Verde, etc.– están emergiendo en Estados Unidos y Europa.Y, aunque no faltarán poderosas resistencias a avanzar en esa dirección, las nuevas políticas interpretadas como pacto intergeneracional en torno a la seguridad y el sentido existencial pueden ofrecer las bases para una regeneración de la política con la que podrían identificarse amplios sectores de la sociedad.
Por ello, la incorporación proactiva de la ciudadanía en el desarrollo de las declaraciones de emergencia climática es fundamental y requiere contemplar múltiples frentes de trabajo: el desarrollo de una campaña excepcional de información y debate en la sociedad; la incorporación de la ciudadanía a un Consejo de las Transiciones para la elaboración de las estrategias generales y su proyección hacia el universo de las iniciativas locales y descentralizadas; o su participación en un Observatorio para las transiciones que, monitorizado por un panel científico/social independiente, evalúe el cumplimiento de los correspondientes programas y hojas de ruta, hasta culminar los objetivos inherentes a la Declaración de Emergencia.
En todo caso, ha llegado el momento de vincular las declaraciones de emergencia a la exigencia de cambiar el rumbo y poner en el centro de todo la salvaguardia de la vida con mayúsculas. Hay que pensar las transiciones como oportuniades para recrear formas de existencia saludables, ricas e integradas con el resto de los sistemas vivos del planeta. Hoy, bajo la alienación consumista, el tiempo se agota y tal aspiración parece una quimera, pero no debe subestimarse la capacidad de alumbrar nuevos paradigmas en encrucijadas de emergencia y, de ello, dan constancia la vitalidad con la que movimientos como el feminismo, el ecologismo o los derechos humanos (también los de “los otros” y los de las próximas generaciones) están desplegando nuevos referentes para afrontar un futuro en el que está en juego la vida tal y como la conocemos.