Artículo publicado por nuestro compañero del Foro Transiciones en EL DIARIO.
Hace unas semanas acogíamos sorprendidos la idea del Reino Unido de crear un Ministerio de la Soledad, un problema calificado oficialmente en este país como “epidemia social” al afectar a más de nueve millones de británicos, de los cuales dos millones serían personas mayores de 75 años. Una medida que sirve para situar en la esfera pública una problemática a la que no se ha ofrecido la suficiente atención. No hay muchos detalles del Plan de Acción, pero o se elabora con mucha sensibilidad y cuidado, o se corre el riesgo de de que la transmisión de cariño, la construcción de confianza y la activación comunitaria sean responsabilidad de una institución con peligrosas tendencias burocráticas.
En la preocupación creciente por la soledad no deseada confluyen cuestiones demográficas, ligadas al envejecimiento creciente de las sociedades enriquecidas; económicas, pues los costes de la soledad asociados a sanidad y servicios públicos han sido estimados según la London School of Económics en 6.000 libras por persona cada diez años; y culturales, asociadas principalmente al auge del individualismo y de una ficticia independencia del resto de las personas a la hora de desarrollar nuestros proyectos vitales. El aislamiento social y el sueño de la emancipación individualista son las inseparables caras de una misma moneda.
Y aunque toda fecha de inicio tiene algo de arbitrario, podríamos situar el nacimiento del sueño de emancipación vinculado al individualismo en el año 1972, cuando el gobierno socialdemócrata de Olof Palme publicaba en Suecia el manifiesto titulado “La familia del futuro: una política socialista para la familia”. Un texto donde se presentaban las bases para una liberación de la mujer y la promoción de una noción radical de independencia, por la que todas las personas debían disfrutar de la libertad para elegir las relaciones sociales que querían disfrutar. El apoyo de un Estado del Bienestar fuerte debía garantizar el pleno desarrollo de los proyectos vitales, ofreciendo la posibilidad de descartar cualquier vínculo no deseado.
Sin negar la feminización de las tareas de cuidado o lo opresivas que pueden resultar las estructuras familiares convencionales, la transformadora y bienintencionada apuesta socialdemócrata ha devenido funcional al despliegue de los valores neoliberales que se activarían en la década siguiente. La emancipación no ha llegado de la mano de la pérdida de relevancia de las estructuras colectivas y asociativas, o del desgaste de los vínculos familiares, indudablemente susceptibles de democratización pero fuente muchas veces infravalorada de solidaridad y preocupación por lo común.
Cuarenta años después las estadísticas de Suecia revelan que más de la mitad de su población vive sola y el 25% de la gente muere sola sin que nadie reclame siquiera su cuerpo. Los efectos sociales perversos derivados de este aumento del individualismo han sido narrados de forma provocadora en el documental de Erik Gandini, La Teoría Sueca del amor. Suecia no es tanto una anomalía como una avanzadilla y simboliza una tendencia generalizada, pues seg ún datos del INE de 2016 en nuestra sociedad los hogares donde las personas viven solas sin compañía representan un 25,2% del total, y son el tipo de hogar que más crece. Vivir solo no necesariamente implica vivir aislado o sentirse en soledad, pero es un indicador relevante de una tendencia social, como también lo es la necesidad de proyectos como La Escalera, orientados a recuperar dinámicas convivenciales, que antes surgían de forma espontánea en una comunidad de vecinos.
El auge del individualismo durante las últimas décadas ha logrado erosionar la capacidad de las personas para cooperar, como hermosamente ha narrado Richard Sennet en su libro Juntos. La fragilidad de los vínculos territoriales, la creciente desigualdad social, la competitividad imperante o los cambios en los modelos de trabajo, donde aumenta la rotación, la inestabilidad y la precariedad, dificultan establecer lazos de confianza con otras personas. Una dinámica que desincentiva el esfuerzo personal que supone entablar dinámicas cooperativas, que exigen una considerable dedicación de tiempo y el establecimiento de rituales para desarrollar estas habilidades. Pensemos en grupos humanos que realizan tareas complejas colectivamente, desde un equipo de fútbol a una orquesta sinfónica, y pensemos en las horas de entrenamiento y ensayo que exigen.
Las personas deseamos participar del esfuerzo colectivo, realizar aportes significativos a la comunidad en la que vivimos y sentirnos reconocidos socialmente. Sebastian Junger arranca su breve y apasionante libro Tribu narrando la diferencia entre los indios secuestrados por comunidades blancas durante la conquista del Oeste, y cómo estos intentaban regresar inmediatamente a su tribu si escapaban, mientras que los hombres blancos secuestrados integrados forzosamente en la vida de una tribu raramente volvían cuando tenían la oportunidad. La experiencia de un vínculo social fuerte, de la corresponsabilidad y la interdependencia son uno de los elementos que dan sentido a la vida humana. Algo que ha rastreado en otros contextos como conflictos bélicos o catástrofes, donde al cortocircuitarse la normalidad automáticamente emerge una fuerte pulsión hacia la ayuda mutua y la solidaridad.
Unas conclusiones corroboradas por la psicología social, cuando resalta los rasgos que hacen aumentar la resiliencia de una persona o comunidad para superar una acontecimiento traumático: una autoestima colectiva o identidad cultural fuertes, el encontrarse insertos en redes de apoyo, la presencia de familiares o cuidadores competentes, tener un propósito significativo en la vida o creer que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor. Los vínculos sociales nos salvan mientras que el aislamiento, además de no hacernos felices, llega a enfermarnos y a acorta r n uestra e speranza de vida.
Las amebas son seres unicelulares que se comportan como tales mientras el ecosistema se lo permite, si las circunstancias cambian y este se vuelve hostil, tienen la capacidad de juntarse y conformar un ser pluricelular que les permite funcionar de una forma mucho más eficiente al consumir menos energía y recursos. Actualmente, cuando todas las señales evidencian que estamos ante dos límites que hacen insostenible la ficción del individualismo como horizonte vital, estamos obligados a hacer como las amebas.
El primer límite es cultural y lo marca el feminismo, pues el mito del individualismo inventa un sujeto desapegado de toda necesidad de cuidado y de la corresponsabilidad en tareas asociadas a la reproducción social. Una dinámica que oculta la interdependencia en la que se sostiene la fragilidad de la vida, que diría Yayo Herrero. Una labor que generalmente ha recaído sobre las mujeres, pero que, como veremos el 8 de marzo, esta abocada a una nueva redistribución.
El segundo límite es ambiental y lo marca el ecologismo, pues estamos empezando a atravesar una crisis ecológica de proporciones inéditas (antropoceno, colapso climático, crisis energética…), un problema civilizatorio del que no cabe un sálvese quien pueda. Así que reconocer nuestra ecodependencia implica asumir una profunda reorganización del funcionamiento de nuestras sociedades y de sus metabolismos socieconómicos. Los límites biofísicos no son negociables, así que reducir nuestros impactos ambientales pasa inevitablemente por aumentar nuestras habilidades para desarrollar estrategias colectivas, enfatizar la cooperación y la creatividad social.
Interdependencia y ecodependencia marcan un enorme desafío para la sociedad civil y las políticas públicas, pues se trata de construir una nueva gramática del vínculo social en un contexto de crisis ecológica. Una tarea para la que un Ministerio de la Soledad se queda muy corto.