Nuestro compañero Jose Luis Fdez. Casadevante «Kois» publica este artículo en EL DIARIO.
Hace tiempo me llamó la atención que desde hace años la Organización Mundial de la Salud (OMS) considerase que los trastornos y la pérdida del sueño son una epidemia de salud pública. Un mal que afecta especialmente a las sociedades hiperdesarrolladas, donde el 40% de la población duerme mal. La luz artificial, la regulación de la temperatura, la cafeína y el alcohol, o los horarios laborales serían las principales causas; a las que en los últimos tiempos se añaden situaciones como la ansiedad o la depresión derivadas de la creciente precariedad.
Así que me pudo la curiosidad y me propuse profundizar en la importancia biológica que tiene el sueño y cómo nos afecta su ausencia. Acudí al libro ¿Por qué dormimos? de Matthew Walker, uno de los científicos del sueño más reputados, que editó hace un tiempo Capitán Swing. Resumiendo mucho, podríamos afirmar que no dormir lo suficiente implica un deterioro de las funciones cognitivas.
La memoria y el aprendizaje se ven afectadas pues durante el sueño se procede a destilar los recuerdos, pasando estos de la memoria a corto a la de largo plazo, de forma que se protegen aquellos que pueden ser útiles o significativos para que estén disponibles. Así que una falta de sueño implica dificultades para generar nuevos aprendizajes y facilidad para olvidar antes la nueva información.
No dormir también erosiona la creatividad pues durante el sueño REM nuestro cerebro construye conexiones entre elementos de información distantes, de una forma que nunca lo haríamos racionalmente en estado de vigilia. No se diferencia pasado y futuro o se suspenden muchas de las reglas que rigen nuestra vida cotidiana. El despliegue de esta capacidad hiperasociativa es una fuente de inspiración para el desarrollo de la creatividad. Consultar las cosas con la almohada es algo más que un dicho, reconoce la potencialidad del sueño para encontrar soluciones a los problemas que nos inquietan.
La ausencia de un sueño de calidad incide en el acoplamiento entre los hemisferios cerebrales, alentando un desequilibrio entre emoción/razón. Algunos experimentos evidencian cómo nos cuesta distinguir emociones con precisión en el rostro de la gente o leer de forma equilibrada el entorno social que nos rodea.
Y por último, dormir es esencial para la reparación biofísica del cuerpo, pero también psicológica. El sueño brinda una forma de terapia nocturna, al reducir la angustia de los episodios vividos durante el día y los recuerdos dolorosos, permitiendo una restauración emocional cuando despertamos al día siguiente. Rosalind Cartwright de la Universidad de Chicago estudió los sueños de personas con depresión debido a heridas emocionales (divorcios, rupturas, muertes…). Aquellos pacientes que soñaban expresamente con sus experiencias dolorosas o traumáticas lograban recuperarse mentalmente y dejaban de tener rasgos clínicos de depresión.
No debería sorprendernos la paradoja de una sociedad que pasa más tiempo sin dormir pero está cada vez menos despierta, con déficit de atención hacia los problemas sustanciales y una enfermiza obsesión por lo superficial. Inventamos sorprendentes despertadores, como ese que tritura un billete si no te levantas lo suficientemente rápido para desconectarlo, con el afán de ganar tiempo de vigilia para ser productivos, a la vez que nos invade la sensación de que estamos perdiendo el tiempo.
El insomnio y las pesadillas se padecen individualmente pero también nos hablarían de nuestra dificultad para tener sueños compartidos. Una epidemia nunca es una mera agregación de problemas individuales sino algo que debemos abordar en común. Y es que resulta sorprendente cómo aquello que deteriora el déficit de sueño, coincide con habilidades y capacidades que necesitamos como sociedad para hacernos cargo de la crisis ecosocial.
No deja de ser lógico que una sociedad que sacrifica el sueño individual termine renunciando a soñar colectivamente. Necesitamos revindicar la importancia que juega en todo proyecto de transformación la construcción de imágenes y relatos esperanzadores sobre el futuro. Imaginar visiones de cómo podríamos alimentarnos, habitar, movernos, edificar, educar o cuidar de forma alternativa, pues es la única forma que tenemos de enfrentarnos a esta cultura propensa al monocultivo de distopía. El presente con todas sus imperfecciones termina siendo un consuelo, preferible al muestrario de mundos futuros catastróficos que imaginan por nosotros, como muy bien denuncia Francisco Martorell en su reciente libro Contra la distopía, editado por La Caja Books.
Ahora que se habla tanto de entornos creativos en la empresa, probablemente necesitemos lo mismo en los movimientos sociales, dotarnos de tiempo, espacios y metodologías para soñar juntos. La ausencia de un impulso utópico en la esfera pública refuerza la erosión de la creatividad y la imaginación política. Una de las formas de conjurarse simultáneamente contra la inevitabilidad de la catástrofe y los espejismos del ilusionismo tecnológico, implica democratizar el proceso de elaboración de imágenes y relatos sobre el mañana, disponer de más miradas y que estas sean más plurales. Hablemos, debatamos y demos forma a futuros donde nuestras sociedades hayan sido capaces de ajustarse a los límites ecológicos manteniendo niveles dignos de calidad de vida. Resulta urgente socializar escenarios de futuro alternativos, esbozar sociedades postcapitalistas y crear poderosas imágenes capaces de estimular el experimentalismo social e institucional.
También necesitamos la memoria y la posibilidad de aprender del pasado, tanto de las crisis anteriores y las respuestas ciudadanas, como de luchas sociales del pasado. El futuro es lo que está por pasar a partir de lo que nos ha pasado, así que al preocuparnos activamente por el mañana buscamos inspiración en lo acontecido ayer, que nos ayuda a reinterpretar el presente y proyectar alternativas.
Los sueños colectivos pueden ayudarnos a forjar un necesario equilibrio entre lo racional y lo emocional. Asumir de forma realista la gravedad, la urgencia y la discontinuidad histórica que plantean nuestra realidad climática, los límites biofísicos y el deterioro provocado en los ecosistemas sobre los que se sostiene la vida; a la vez que actuamos siendo conscientes de que nuestra carencia no son diagnósticos más afinados sino disponer de relatos esperanzadores. Las narrativas por si solas no cambian la realidad, pero sin ellas no movilizaremos el deseo y la rabia necesarios para pasar a la acción.
La depresión social no es solo la presencia excesiva de sentimientos y afectos negativos, sino especialmente la ausencia de emociones positivas y experiencias placenteras. Soñar despiertos y en grupo nos ayudará a restaurarnos emocionalmente, mejorará nuestra autoestima colectiva y nos ofrecerá herramientas comunicativas con mayor poder de seducción.
La precariedad existencial y la ecoansiedad comparten la angustia ante la dificultad para proyectar nuestra vida en el tiempo. Necesitamos un horizonte de futuro, lo que hoy nos permite descansar es saber que hay un mañana. La historia nos enseña que muchas transformaciones que inicialmente se percibían como imposibles, cuando una masa crítica suficiente las va haciendo suyas se tornan en realidades que son percibidas como inevitables. El primer paso siempre es imaginarlas. Sueños contra pesadillas.