Artículo de nuestra compañera Yayo Herrero en CTXT:
Para poder preparar mi intervención, me leí de nuevo El cuento de la criada, uno de los relatos distópicos que más me ha agobiado. Lo había leído hace mucho tiempo. Recordaba sobre todo la angustiosa subyugación de las mujeres y la intervención y vigilancia en todos los ámbitos de la vida. Pero, en la relectura, cada párrafo, cada reflexión de la protagonista me llevaba mucho más allá. Me obligaba a asomarme a nuestro propio momento. Tenía la sensación de que el texto me colocaba privilegiadamente, antes y con tiempo para evitar la llegada de Gilead.
Atwood crea una sociedad deprimente en la que las mujeres fértiles, las criadas, son una propiedad valiosa en la medida en que producen hijos. Son mujeres que viven recluidas en habitaciones en las que han quitado del techo cualquier objeto de los que se pudiese colgar una cuerda. Defred, la protagonista afirma: “sé por qué el cuadro de los lirios azules no tiene cristal, y por qué la ventana sólo se abre parcialmente, y por qué el cristal de la ventana es inastillable. Lo que temen no es que nos escapemos, sino esas otras salidas, las que puedes abrir en tu interior si tienes una mente aguda.” Esas salidas son para algunas criadas la renuncia a la propia vida y para Defred, la resistencia y la voluntad de escapar.
En 1985, Atwood construye una distopía de autoritarismo, infertilidad, enfermedad y pobreza causada por la destrucción del medio natural. Nos cuenta cómo “el aire quedó saturado de sustancias químicas, rayos y radiación, y el agua se convirtió en un hervidero de moléculas tóxicas; lleva años limpiar todo esto a fondo, y mientras tanto la contaminación entra poco a poco en tu cuerpo y se aloja en tu tejido adiposo. Quién sabe, tu misma carne puede estar contaminada como una playa sucia, una muerte segura para los pájaros de las costas o los bebés en gestación”. Un mundo en el que la regeneración de la vida está en riesgo. Atwood explica magistralmente la interconexión de lo vivo y la imposibilidad de escapar indemnes. Somos naturaleza y su deterioro es inevitablemente el nuestro. “Las mujeres tomaban medicamentos, píldoras, los hombres rociaban los árboles, las vacas comían hierba, y todas estas meadas se filtraban en los ríos. Para no hablar del estallido de las centrales atómicas de la falla de San Andrés, el fallo no fue de nadie, durante los terremotos, ni del tipo de sífilis mutante que rompía todos los moldes. Algunos se las arreglaron por su cuenta, se cerraron las heridas con catgut o las cicatrizaron con productos químicos. (…) La pesca marina dejó de existir hace años; el poco pescado que hay ahora proviene de las piscifactorías, y sabe a fango. Las noticias dicen que las áreas costeras están ‘en reposo’. Recuerdo el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieiras, el atún; y la langosta al horno y rellena, y el salmón, rosado y graso, asado a la parrilla. ¿Cómo es posible que se hayan extinguido todos, igual que las ballenas?”.
Este contexto, en el que la vida empieza a desmoronarse, es el que permite la instauración de la República de Gilead y también aquí las palabras de Defred se me cuelan dentro y me parecen inquietantemente próximas. “Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos. Hay que mantener la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control (…) Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Dijeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar (…) Por supuesto, se organizaron marchas de montones de mujeres y algunos hombres. Pero fueron menos importantes que lo que cualquiera podría pensar. Creo que la gente sentía pánico”.
Me suena todo tan posible, que me resulta increíble cómo Margaret Atwood pudo escribir esto en 1985. Me pregunto si Defred, cuando era June y no existía Gilead, habría sentido inquietud, si habría habido informes de algo parecido al IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) o de grupos de investigación que adelantaban escenarios como los que terminan conduciendo a Gilead.
Cuando ya no era June, sino Defred –porque ya ella, su cuerpo, su vagina y su útero pertenecía a Fred–, recordaba: “Llevábamos una vida normal. Como casi todo el mundo, la mayor parte del tiempo. Todo lo que ocurre es normal. Incluso lo de ahora es normal. Vivíamos, como era normal, haciendo caso omiso de todo. Hacer caso omiso no es lo mismo que ignorar, hay que trabajar para ello”.
En estos días hablamos mucho sobre normalidad y excepción. Volver a la normalidad. Wuhan vuelve a la normalidad, a la producción, al trabajo, a la contaminación… Isabel Ayuso anhela poner el suelo de Madrid al servicio de la especulación para volver a la normalidad, en distintos lugares se aprovecha para desmantelar la legislación social o ambiental que le pone freno a la normalidad.
La excepcionalidad ofrece un corto minuto de luz para dejar al descubierto los monstruos que habitan la normalidad: los recortes en la sanidad; las residencias en las que las personas mayores esperan la muerte y quienes les cuidan están explotadas; obispos que rechazan un ingreso mínimo vital y se preocupan más por que la gente viva subsidiada que por el hecho de que no vivan o vivan mal; la patronal del agua que pide abiertamente poder cortar el agua a la gente confinada; un goteo de informes que van mostrando la correlación entre la mayor virulencia y letalidad del coronavirus y el hecho de vivir en lugares en los que de forma prolongada se ha respirado aire contaminado; personas que viven en infraviviendas, que tienen dificultades para comer; gente que vigila desde el balcón, que señala, denuncia, odia; y unos pocos que hacen caja electoral o económica con la mentira o el odio que provocan.
Y después de la excepción, llegará la normalidad. Como dice Defred, lo de antes era normal y lo de después también será normal. La normalidad de Gilead es ecológica y monstruosa. La vida es austera, se consume poco. “Ya no quedan muchas cosas de plástico. Recuerdo aquellas bolsas blancas de plástico que daban en los supermercados; cómo odiaba desperdiciarlas”, recuerda Defred.
Nuestra nueva normalidad puede ser una patada adelante en la espiral que conduce hacia un colapso ecológico y social, pero también podría ser una realidad ecológica y terrible. El capitalismo verde que hace negocio y encuentra oportunidades en el desastre o los ecofascismos que estigmatizan y culpan a otro pugnan por convertirse en normalidad. No conviene ignorarlos. Pueden existir sociedades que sean sostenibles en el plano biofísico y, a la vez, misóginas, racistas, injustas y autoritarias.
Quiero una nueva normalidad que no deje a nadie atrás, que sea compatible con la regeneración de los sistemas vivos. Las nuevas normalidades hay que construirlas. La normalidad nueva que muchas deseamos exige mirar cara a cara la realidad. La distopía, como la creada por Margaret Atwood, nos ayuda a mirarla. Pero quedarse en la distopía se convierte hoy en algo conservador, que alienta el miedo sin encontrar otra salida que hacer caso omiso de las señales.
Defred dice “tengo la voluntad de resistir” y va desvelando las bridas que le atan a la normalidad. Una toca blanca de uso obligado, “para impedir que veamos”. La prohibición de relacionarse y la amistad como elemento permanente de sospecha, el aislamiento… “Me muero por cometer el acto de tocar”, dice Defred. “Estoy viva, vivo, respiro, saco la mano abierta a la luz del sol”. Lo que ella descubre es que la República de Gilead no tiene fronteras. Está dentro de ella, está dentro de todos.
Defred resiste en la memoria. Guarda su nombre como un tesoro. No es Defred, sino June. Y no olvida que tuvo una hija que le quitaron, y que amaba a un hombre que se llama Luke. June, en una Gilead en la que solo cuenta porque es fértil, se rebela y dice “quiero ser algo más que valiosa”. Y esta afirmación, para mí, es lo que da aliento a la utopía posible: las vidas valen, independientemente de la utilidad que producen.
De la voluntad de resistir y de la memoria y consciencia de que se puede vivir de otra manera, llegan la desobediencia, la consciencia de que no se puede construir sola y la necesidad de alianzas. “Dije que había más de una manera de vivir en otro mundo, y que si Moira pensaba que podría crear Utopía encerrándose en un círculo formado exclusivamente por mujeres, estaba lamentablemente equivocada. Los hombres no van a desaparecer así como así, le advertí.” Para poder construir una normalidad diferente no podemos contar solo con círculos de personas afines y, por ello, la construcción de otros mundos requiere sumar.
¿Podemos organizar la existencia para que la vida de la gente, el territorio o los animales tengan sentido en sí mismos y no solo por ser valiosos –monetariamente valiosos? ¿Cómo convertir en normal la explosión comunitaria que estamos viviendo? ¿Es posible pensar en una forma de alimentarnos, de acceder a la vivienda, de cuidarnos y de construir seguridad que sea igualitaria? ¿Es posible construir horizontes de deseo que sean compatibles con las condiciones materiales que los hacen posible para todas? ¿Es posible blindar suelos mínimos de necesidades para todas las personas?¿Se puede aprender a vivir bien con lo suficiente? ¿Es posible dejar de destruir y regenerar esa tierra que nos alimenta y nos sostiene? ¿Cómo construir una autodefensa colectiva que nos proteja de quienes desahucian toda forma de vida con tal de ganar dinero?
Y sobre todo ¿es posible hacer que este horizonte sea deseable para mucha gente? Probablemente requiera un equilibrio sabio y amoroso de distopía y utopía. Atwood da algunas claves para iniciar el camino. Ojalá sepamos caminarlo.