
Artículo de nuestra compañera Yayo Herrero en CTXT
Una cultura narcisista, borracha de tecnología, armada hasta los dientes y radicalmente delirante produce incendios y ruinas. Como Nerón, algunos esnifan los vapores que salen de los incendios del capitalismo. Alucinan con el clímax posthumano en Marte, con islas artificiales de abundancia amuralladas, se autoimaginan resumidos, sin cuerpo, en neuronas inmortales que viajan eternamente entre ceros y unos o deteniendo la flecha del tiempo a base de chutes de sangre adolescente. Todos ellos dan por perdida a la mayor parte de la humanidad y buscan las formas de extraer hasta el último gramo de riqueza de los territorios. Hacen de la guerra una estrategia, medio y fin.
Vivimos un tiempo de naufragios inimaginables. Los sacerdotes del fin de los tiempos prometen orden autoritario, futuros de salvación tecnológica y castigo a los culpables. En la oposición eluden el hundimiento esforzándose en apuntalar imposibles normalidades más verdes, más circulares, más justas, con los ladrillos de un mundo que ya no existe.
A los que, por lo que sea, les están vedadas cualquiera de esas cosas, les queda sobrevivir entre las ruinas, huyendo del fuego, mirando el futuro a través de un retrovisor que refleja un pasado perdido que nunca existió y que algunos de los que planean huir venden como refugio y promesa. O asistir desde el sillón de su casa a los circos romanos transmitidos en alta resolución en los que se puede jalear y berrear mientras deportan, humillan, encarcelan o masacran a otras personas que aún importan menos.
O no. Quizás no haya que elegir entre matar o morir. Ni soñar con una fuga extraterrestre.
En el artículo El auge del fascismo del fin de los tiempos, Naomi Klein y Astra Taylor rememoran cómo en la Europa del Este, el sindicato socialista judío Labor Bund se organizó en torno al concepto yiddish de doikayt, que significa “aquí”. Doikayt se refería al derecho a construir una vida digna, segura y libre en los lugares donde vivían, desafiando a quienes querían verlos muertos o expulsados.
Fue el aquí de las comunidades judías asediadas por el antisemitismo. Es el aquí del pueblo palestino masacrado por el sionismo. Es el aquí de los barrios de la periferia que lucharon para conseguir el centro de salud y las alcantarillas. Es el aquí de las familias que se encierran en su propia casa para evitar un desahucio. Es el aquí de gente joven que se quiere quedar en su pueblo. Es el aquí de quienes defienden los servicios públicos, que no son regalos del Estado, sino institucionalización de las luchas de los movimientos sociales. Es el aquí de quienes queremos habitar a gusto este planeta asediado.
Revolución. Viene del latín revolutio. Significa acción y efecto de revolver o revolverse, cambio radical, vuelta, giro o rotación. Se utilizó inicialmente para hablar del movimiento de los cuerpos celestes alrededor del sol, o de la luna alrededor de la tierra. Nuestra revolución también es un cambio gravitacional: de rotar alrededor del dinero a girar alrededor de la vida.
La palabra humildad, se remonta al latín humilitas, que a su vez deriva de humus que significa tierra. Humildad y humano comparten raíz. La humildad es la virtud que asienta en el conocimiento de las limitaciones y que permite obrar integralmente de acuerdo con ese conocimiento. Humildad no es resignación, ni renuncia, ni indiferencia. La humildad no pone la otra mejilla. La humildad levanta el puño, tensa los músculos, se mantiene despierta, escupe, construye, abraza… Lo hace desde la consciencia del contexto de policrisis profunda y compleja que atravesamos, el reconocimiento honesto de la impotencia en la que están sumidas las izquierdas políticas nacidas en los ciclos recientes y, a la vez de la fragilidad de los movimientos sociales.
La nuestra es una revolución radical y humilde que explora y pone en práctica –aun a riesgo de errar– formas de construir poder desde abajo, poder popular, que destituya e instituya, que proyecte, boicotee, edifique, entierre, desempolve e imagine, llore las vidas perdidas y celebre con alegría salvaje el encuentro y el disfrute de destaponar visiones distópicas sobre el futuro y el propio presente.
Un poder que pueda aliarse con quien quede dentro de las instituciones que no se haya rendido a la creencia de que la creatividad, la voluntad, el apoyo mutuo y la capacidad de resistencia han colapsado; al cenicismo de quien cree que lo necesario para aspirar a vivir con dignidad dentro de la tierra ya no es posible políticamente y que, por tanto, la política realista obliga a convertirse en colaboracionistas del mal menor y, si no queremos colaborar, es porque somos comeflores, ingenuas, insignificantes en el plano intelectual o participantes en iniciativas que, por lo que sea, nunca sirven, al menos hasta que alcancen un cierto tamaño y entonces ya sí se hagan merecedoras de mención y tutela para construir hegemonías que encajen en la ingeniería social de quienes han estudiado y saben que eso sí que será ganador e ilusionante.
Es la nuestra una revolución antropológica humilde que trabaja para amarrar deseos y necesidades, que quiere revolucionar las normas, las escalas, las jerarquías, las prioridades, las dependencias, los pretextos, la esperanza y los sueños. Nace de la convicción de que el sufrimiento, la pobreza, la violencia, la rabia y el miedo han de tener consecuencias políticas. Disputa las ideas y prácticas hegemónicas sobre la vida individual y común que imponen el capitalismo y una cultura extraviada que liga progreso y utilidad, y el cuidado de la vida con el dominio y la violencia.
Ideas, proyectos, pueblos, resistencias, niñas, miradas, aulas, procesos, ira, vergüenza, calma, fiestas, memoria, barrios, aire, rocas, poemas, duelos, cacerolas, hambre, abuelos, árboles, escombros como material de construcción… Todos son ladrillos para edificar sin planos lo que se anhela pero se resiste a ser imaginado.
Todo importa. No hay charco que pueda quedar sin pisar, ni odio contra un cuerpo humano, animal, vegetal o mineral que no tenga que ser combatido. En todas partes. Por eso necesitamos ser muchas. No valen vanguardias iluminadas a las que sigamos. Hacen falta vanguardias, claro, que abran paso, pero con retrovisor, vigilantes de no perder a la gente por el camino, por muy puro y bueno que sea. Y luchas de retaguardia, a lo coche escoba, que vigilen que nadie quede atrás, sin perder de vista a los que van delante. Lo ideal, rotar, unas veces hacer de coche de cabecera y otras estar atrás. Se trata de generar un movimiento que haga frente al malestar generalizado con claves de comunidad y apoyo mutuo, comprometido con las necesidades de todas.
Puede que tengamos muchos más mimbres de los que creemos para hacer una revolución humilde, radical y tenaz; que ya existan prácticas que balizan el camino.
Revoltes de la Terra, por ejemplo, nace de la consciencia de la caída de mucha gente en el desánimo y la angustia, de la percepción de vivir en un mundo amenazado en el que hay quien no duda en sacrificar personas, seres vivos y territorios que consideran recurso o residuo del crecimiento.
Se han unido, inspirados en Soulèvements de la Terre y en el trabajo de plataformas locales, gremiales y territoriales a lo largo de los Països Catalans. Las procedencias territoriales de las personas que llegan también son variadas. Desde el Pirineo hasta la llanura de Lleida, del Camp de Tarragona a las comarcas de Castelló, desde Mallorca a las costas de Girona, hasta Barcelona, el Vallès y toda el área metropolitana. Hay jóvenes militantes de movimientos climáticos recientes, ecologistas de viejas generaciones, vecinas insertas en plataformas locales que se defienden de un plan urbanístico, de una fábrica química, o de una incineradora; activistas de los movimientos sociales de todos los frentes de lucha, y también algunos jóvenes agricultores. Es una revuelta que se asienta en la Tierra y en la lengua, que también es un territorio a defender. Cualquiera puede acercarse.
La propuesta parte de tres ejes: confrontar el sistema tecnoindustrial con bloqueos, aprender a cubrir las necesidades para sostener la vida, crear comunidad, soberanía y autonomía y cambiar el sentido común. Se trata de construir una nueva mirada, una cosmovisión que supere el individualismo, la destrucción de la naturaleza y que respete al resto de especies. Se apuesta por el diálogo entre diferentes y por encuentros en donde se piensa, se confronta, se construye y se celebra. Que la consciencia del momento y el disfrute de mojarse con otros y otras, la construcción de refugios.
Abordan el conflicto jugando con todas las estrategias de lucha: los recursos jurídicos, la investigación, la denuncia, la acción directa, las infraestructuras populares, una gran retaguardia de cuidados y todas las habilidades y conocimientos de agricultores, artistas, profesionales de la investigación, personas con oficios, vecinas organizadas, activistas… En su manifiesto defienden que cada acción local en defensa de una ribera, de una vivienda, de un trozo de bosque, de una fuente milenaria, de una playa, de una plaza habitable, de una zona de cultivo o contra una carretera, necesita y merece el apoyo de todo el movimiento, aquí y por todas partes. Porque todas y cada una de estas luchas son la misma. Se articulan desde la consciencia de ser diferentes pero sentir complicidad y compromiso mutuo ante el propósito de la lucha por la vida digna.
En Madrid ciudad, también, se vienen desarrollando encuentros, diálogos y acciones que unen a sindicatos laborales como CGT, CNT, Ecologistas en Acción, el Sindicato de Manteros o el Sindicato de Inquilinas con la intención de consolidar un proceso de confederación de luchas que pueda ir integrando a más organizaciones. Todas tienen claro que incluso aunque se articulase un conflicto masivo en torno a los temas específicos que trabaja cada cual, si no se articula en confluencia con el resto de luchas, terminará en una derrota más o convertido en un eslogan.
Hay que asumir que los imaginarios sociales, especialmente en los países enriquecidos, se inscriben en los paradigmas de la cultura extraviada y que, sin un significativo apoyo social, no se podrán experimentar y desplegar los cambios necesarios. Necesitamos crear climas que toleren el error de la experimentación social. Hoy, ni las culturas del odio de la ultraderecha ni el despellejamiento mutuo en el que se encuentran las opciones de izquierdas dejan mucho espacio para la audacia y el atrevimiento. Eso quiere decir que hay que crear, como hacen los ecosistemas en sus inicios, un suelo que permita sembrar. En plena ofensiva de las respuestas distópicas y con una buena parte de las izquierdas desorientadas, es obvio que la tarea política es ingente.
Mirar el futuro con esperanza y confianza exige redefinir socialmente qué entendemos por una vida buena en tiempos de la policrisis ecosocial e imaginar otras formas de vivir que nos inspiren para iniciar el camino y fortalecernos para recorrerlo y transformar las aspiraciones y deseos de una parte significativa de la sociedad. Inevitablemente, una de las responsabilidades de los agentes políticos y sociales comprometidos es esforzarse por abrir una gran conversación, capaz de desplegarse en todos los lugares a los que seamos capaces de llegar. Se trata de crear horizontes que puedan ser deseables para mayorías y que estén vinculados a proyectos de transición que establezcan contrapoder, un movimiento de oposición, conflicto y lucha, al mismo tiempo que constituye un doble poder, una institucionalidad e infraestructura propias que hagan de punto de apoyo y foco de retroalimentación de esa lucha.
Estas condiciones de posibilidad no nacen de la nada. Surgen de la potencia política ya constituida en organizaciones que ya están luchando desde el feminismo, el sindicalismo laboral, el ecologismo, los movimientos en defensa del territorio, el antirracismo o el sindicalismo de vivienda. La confederación de estas luchas constituye el punto de partida del contrapoder del nuevo ciclo. La contrahegemonía no se puede pensar fuera de la cultura que pretende transformar, y la política transformadora debe fusionarse con los núcleos de buen sentido ya existentes.
He asistido a los procesos de participación organizados por el Foro de Transiciones en los que personas con intereses diferentes en cuatro sesiones online, son capaces de llegar a algunos acuerdos mínimos, o no tan mínimos para hacer camino común.
Este año he sido profesora por primera vez en un grado universitario, en el primer curso. El primer día de la asignatura cuatrimestral me encontré con cien personas de dieciocho años. Más de la mitad llevaban adornos que me hicieron pensar que iba a pasar unos meses difíciles… Cuatro meses después he aprendido a quererles y he comprobado que son buena gente, perdida como mucha adulta, enfadada porque tiene motivos. Aspiran a ser buena gente, a vivir con cierta tranquilidad… Reaccionan de forma positiva ante la información que se proporciona con calma y respeto, con mucho sustantivo y verbo y menos adjetivos. Han hecho unos trabajos excelentes y comprometidos sobre temas sobre los que unos meses antes no habían oído hablar. Yo me siento afortunada de haberles conocido y haber podido aprender también de ellos.
He asistido también a lo que consiguen un maestro y una maestra en un colegio de pueblo, con una forma de hacer respetuosa y firme, que puede irradiar a todo un valle, de forma que ni las alcaldías pueden dar la espalda a lo que allí sucede.
Vivo cerca de un pueblo, en el que viven apenas 3.000 personas y en el que unas decenas mantenemos concentraciones semanales, llueva o no, sean vacaciones o no, en solidaridad con el pueblo palestino desde noviembre de 2023.
Y cada vez que voy a algún lugar –y voy a todos los que puedo– me encuentro con gente que se rompe la cabeza para ver cómo confrontar y reconstruir, cómo lanzar un “se acabó” y a la vez un “lo queremos así”. En todos esos lugares la gente se educa entre sí. Sigo comprobando cómo la recurrente afirmación de que la información o los diagnósticos no importan no se ajusta a la realidad. Importan mucho, otra cosa es cuáles sean las mediaciones que se establecen entre los datos y la gente que los recibe.
He visto a gente conmoverse con los artículos repletos de datos de Olga Rodríguez sobre el genocidio en Gaza, porque la información llega cargada de sensibilidad, dolor y potencia. Los datos no mueven por sí solos, pero son imprescindibles. Por ello el periodismo honesto, veraz y comprometido es crucial.
La educación es una parte ineludible de la política, y renunciar a ella a cambio de una especie de batuta “emocional” con la que algunos creen saber dirigir a las masas es un ejercicio peligroso que solo beneficia al que conecta con los imaginarios hegemónicos que precisamente es preciso erosionar con veracidad, rigor y pasión.
Mi compañero se ha enganchado a la astrofotografía. Coloca en la puerta de casa una cámara especial que enfoca al cielo. Con ella fotografía el cielo profundo que el ojo humano no puede ver. Galaxias, nebulosas, planetas, conglomerados…
Cuál será el artefacto social que podrá permitir ver lo que el ojo de nuestra cultura no ve. Quizás sea un artefacto resultado de la mezcla, aunque sea desordenada, entre la memoria, la información, la imaginación y el deseo de vida decente.
Este tiene que ser el momento de las humanidades que no quieren ser drácula, ni terraformar otros planetas, para las humanidades que quieren un mundo en los que quepan muchos mundos humanos, animales, vegetales o minerales. Puede ser el tiempo de los pueblos que no quieren ser descubiertos, de parir criaturas que tengan futuro, de viajar a lo hondo, de morir acompañado, de compartir comida y fiesta, de juntarse para construir lo que necesitamos, de decir no, de acoger, de dormir a pierna suelta, del fin de la intemperie, del cuidado sin agobios, de la conversación, de la hospitalidad, del final del miedo al “fin de mes”, del freno al despojo, de la abolición de la usura y codicia, del hacerse cargo, del “todo me importa”, del ”ni hablar”, del “no te creo”.
Sí. Es un sueño, pero no más delirante que el de los que quieren migrar a otro planeta, ni más desajustado que el de los que plantan molinos creyendo que son gigantes. Y puestas a soñar, preferimos hacernos fuertes imaginando e intentando construir el mundo que deseamos y no convertir en supuesta utopía los únicos horizontes tristes que se vislumbra desde el catalejo del extravío.
Marina Garcés suele decir que el futuro no existe. Que el futuro son las proyecciones de los presentes que habitamos. En nuestros presentes se hacen omnipresentes y visibles bultos que se inflan como un tumor y ocluyen el futuro. Pero muchas cosas existen y el ojo moldeado por la cultura hegemónica no ve, mucha gente humilde y revolucionaria comprometida con los tiempos presentes. Grumos de necesidades, fragilidades y vínculos desde los que disipar los futuros distópicos que se vislumbran por acción o por omisión.
Nunca creí que pudiera estar de acuerdo con Aznar en algo. Que cada cual, nunca en solitario, haga lo que pueda y donde pueda. La extrema derecha crece en comunidades mutantes en las que los vínculos y las decencias son meticulosamente destruidas. Muchos medios de comunicación se lo trabajan a fondo. Dejarle el activismo a aquellos a quienes las vidas les importan un carajo es… Ninguno de los calificativos que se me ocurren me parecen suficientes. Que cada cual ponga el que quiera.
En CTXT queremos ser mediadores entre lo que hay y el cielo profundo, ayudar a descubrir y ver lo que el ojo no ve, lo que necesita más exploración y tiempo de exposición. Hacemos pie en la lucha contra la cultura del odio.
Es nuestro grumo de resistencia, que aspira a fundirse en el líquido denso de esta revolución humana y humilde. Estamos aquí y no queremos irnos.