Artículo de nuestro compañero José Luis Fdez. Casadevante «Kois» en EL DIARIO
La incapacidad para recordar información tras una experiencia traumática se denomina amnesia disociativa. Resulta frecuente que suceda para facilitar el olvido de sucesos especialmente negativos. Lo llamativo de nuestra sociedad es que también tiene tendencia a sepultar aquellos episodios que deberían ser fuente de orgullo, inspiración y esperanza para cambiar las cosas. Las urgencias, lo coyuntural y la tiranía de la actualidad dificultan la elaboración de una memoria significativa de acontecimientos, como pudo ser el surgimiento de las redes vecinales de ayuda mutua durante la pandemia.
La ayuda mutua fue teorizada por el geógrafo anarquista ruso Kropotkin, que asumiendo los postulados de Darwin denunció el biologicismo simplista impulsado por muchos de sus seguidores, que restringían la lucha por la vida a la competencia y la pervivencia de los más fuertes o mejor adaptados. Una visión ante la cual desarrolló la noción del apoyo mutuo, que reconocía en la sociabilidad una ley de la naturaleza del mismo rango que la competencia. La cooperación, la interdependencia y el cuidado serían el principal factor de la evolución en la naturaleza y por extensión de los sistemas sociales.
La figura de Kropotkin ha sido injustamente menospreciada por la historiografía y la sociología, suele desconocerse que fue el autor más influyente en nuestra geografía a principios del siglo XX y que La conquista del pan fue el libro de ensayo más editado en la España de la época. Tal vez sea solo otro olvido.
Ante la aguda y acelerada crisis social derivada de la pandemia, la ayuda mutua emergió como la fórmula que servía para nombrar y explicar la oleada de iniciativas solidarias que tomaron cuerpo en barrios y pueblos. Centenares de redes vecinales se volcaron en organizar despensas comunitarias, donar o prestar dispositivos tecnológicos para atender a las clases on-line de los colegios, montar roperos solidarios, evitar el aislamiento, apoyar emocionalmente a personas afectadas por la soledad no deseada, pasear mascotas, apoyar en trámites administrativos, asesorar legalmente, orientar laboralmente o denunciar incumplimientos en materia de derechos sociales.
A dos años de la declaración del estado de slarma conviene recordar como en una situación de emergencia, ante el fallo y la impotencia de los mecanismos de mercado (intercambio) y de las políticas públicas (redistribución) para resolver las necesidades básicas de miles de personas, se activó una lógica comunitaria basada en la reciprocidad. Esta movilizó una economía moral, que tenía más que ver con valores y normas culturales como la empatía, el altruismo, la solidaridad y la justicia, que con el cálculo en términos monetarios o la inmediatez en la devolución de favores.
Y es que las redes funcionaron como una política pública desde abajo. La agilidad, la flexibilidad y la capilaridad les permitieron activar recursos, coordinar actores y crear mecanismos de intervención participativos de forma temprana, dotando de una mayor capacidad de resiliencia a nuestras sociedades; al mismo tiempo que contribuían a generar y compartir una cultura ciudadana solidaria. Este sorprendente ejercicio de autoorganización ciudadana fue un complemento imprescindible a la acción de las Administraciones Públicas, que tienen tendencia a olvidar cómo ante catástrofes y situaciones excepcionales no resulta factible una respuesta autosuficiente que eluda cooperar activamente con la sociedad civil.
Rebecca Solnit en Un paraíso construido en el infierno, editado por Capitán Swing muestra cómo los acontecimientos drásticos y dramáticos, no deseados ni planificados, que interrumpen la normalidad y nos obligan a adaptarnos a unas circunstancias muy adversas, cambian las prioridades y abren huecos para que sucedan fenómenos que días antes resultaban impensables. Una inapelable constatación de que la catástrofe suele sacar lo mejor de la gente (compromiso, creatividad, solidaridad, anhelo de vida pública, sentimientos comunitarios…), de que las situaciones de emergencia pueden ofrecer fugazmente escenarios donde predomina el cuidado de la vida y las lógicas prosociales. Espontáneos y forzosos ensayos de que otros mundos son posibles.
Las redes vecinales surgidas durante la pandemia vendrían a ratificar estas ideas, siendo una mezcla de las respuestas espontáneas de comunidades del desastre y de la experiencia acumulada durante décadas por los tejidos asociativos a la hora de establecer mecanismos de solidaridad colectiva. Un movimiento que ha evidenciado la importancia que juegan los tejidos sociocomunitarios en estas situaciones: tienen arraigo en los territorios, atesoran una alta capacidad de improvisación, pueden articular redes informales y movilizar recursos, disponen de una complicidad previa con profesionales de los servicios públicos de proximidad y suelen disponer de canales de diálogo abiertos con las instituciones locales.
A este movimiento se sumarían las microsolidaridades a nivel de escalera que fueron determinantes para garantizar de forma invisible el bienestar de muchas personas. Unas dinámicas informales de solidaridad, basadas en la máxima proximidad que representa el bloque de viviendas. Las escaleras adoptaron temporalmente dinámicas comunitarias, que se tradujeron en cuestiones como compras conjuntas, juegos en los balcones y celebración de cumpleaños, préstamo de películas y libros, intercambio de juguetes, pero también de recetas y de platos de comida cocinados, la muestra de gestos de afecto… Unas prácticas de cuidado, inéditas en muchos edificios o urbanizaciones que indirectamente aumentaron la interacción vecinal y mejoraron la convivencialidad.
No se trata de pretender universalizar y hacer permanentes los patrones de comportamiento que acontecen en momentos extraordinarios, sino de ser capaces de identificar los aprendizajes que deberíamos sistematizar y protocolizar de cara al futuro.
Pandemia, desbastecimientos, Guerra en Europa, crisis energética, coaliciones de gobierno con extrema derecha… son las piezas que vistas como problemas aislados y coyunturales nos impiden ver el puzle de la emergencia ecosocial que las conecta. Ahora vamos siendo conscientes de que los fenómenos disruptivos y las situaciones de crisis van a volverse recurrentes, por lo que desperdiciar y desaprovechar las enseñanzas derivadas de la experiencia de las redes de ayuda mutua sería un error imperdonable.
Desde el Grupo Cooperativo Tangente hemos tratado de hacernos cargo de este desafío y presentamos la investigación Solidaridades de proximidad. Un ejercicio de memoria de lo acontecido, así como un modesto aporte a la importante labor de hacer un balance. Hemos tratado de extraer pautas y patrones organizativos de éxito, identificar prototipos replicables, reconocer obstáculos y fragilidades, así como analizar las claves que permiten aumentar la resiliencia social ante las catástrofes. Una forma de anticiparnos a las nuevas situaciones de excepcionalidad que nos esperan a la vuelta de la esquina.
El movimiento protagonizado por las redes de ayuda mutua durante la pandemia es el suelo fértil donde sembrar las semillas de cambios más profundos y perdurables. Buena parte de nuestra esperanza a la hora de mirar al futuro reposa en esas minúsculas semillas. Tenemos la responsabilidad de ofrecerles luz frente al eclipse que las asfixia, de ser generosos con nuestra capacidad de cuidarlas y de sostenerlas, viendo en ellas su potencialidad para desplegar las mejores versiones de lo que somos capaces como sociedad.