Artículo de nuestro compañero Jorge Riechmann, junto a Iñaki Ba´rcena, en EL DIARIO.es, al calor del despido de Adrián Almazán.
El pasado mes de agosto una filtración desvelaba que el Sexto Informe de Evaluación del IPCC, el grupo de expertos de NN.UU. para el cambio climático, señalaba que la única forma de evitar el colapso climático es apartarse de cualquier modelo social y económico basado en el crecimiento perpetuo. Esto es, el capitalismo, además de insostenible, es la causa principal de la emergencia climática en que vivimos. Naomi Klein lo describe magistralmente en Esto lo cambia todo, donde pone en cuestión las políticas de libre mercado como solución a la crisis ecológica y plantea reconstruir las economías locales frente a la globalización neliberal de las últimas décadas, errado camino antidemocrático y devastador de sociedades y ecosistemas.
Nunca el movimiento ecologista ha tenido tanto apoyo científico en su crítica al modelo de producción y de consumo imperante desde que entramos en la era del Antropoceno/Capitaloceno, y sin embargo en la academia todavía es muy difícil sostener posturas anticapitalistas, antimercantiles o críticas respecto a las falsas soluciones tecnológicas de la crisis eco-social. Así lo demuestra el despido (improcedente pero de bajo coste económico y político) de nuestro compañero Adrián Almazán a comienzos de septiembre.
Hace ahora cincuenta años el economista y matemático rumano Nicholas Georgescu-Roegen publicaba su obra magna La ley de la entropía y el proceso económico, en la que partiendo de las leyes termodinámicas ponía las bases para la economía ecológica. José Manuel Naredo, estadístico y economista madrileño, nos dice que, a pesar del medio siglo transcurrido, el triunfo de la «revolución científica» sugerida por Georgescu-Roegen en economía no ha llegado y no obstante es condición necesaria para que triunfe la transición ecosocial de la que hoy se habla.
Naredo nos enseñó que en Estocolmo, en 1972, con ocasión de la primera «cumbre» mundial de NN.UU. sobre medio ambiente y sociedad se acuño el término «ecodesarrollo», que fue abandonado por la presión diplomática de Henry Kissinger y después trastocado en «desarrollo sostenible». En Estocolmo los representantes oficiales de la entonces Unión Soviética se vanagloriaban de que la crisis ecológica era un problema de los países capitalistas, mientras que ellos poseían las armas para combatir dicha crisis: el partido comunista y el Estado socialista. La catástrofe de Chernobyl, el desastre del Mar Aral y muchos otros desaguisados ecológicos han demostrado lo contrario.
Georgescu-Roegen y Naredo son dos altos ejemplos para el necesario cambio de paradigma económico. Los antiguos griegos estimaban la virtud de la parresía: el hablar libremente que implica no sólo la libertad de expresión sino la obligación de hablar con la verdad para el bien común, incluso arrostrando el peligro individual. Necesitamos que la parresía de maestros como Naredo y Georgescu-Roegen guíe la labor del profesorado, así como el trabajo de los y las investigadoras críticas con el modelo producción y de consumo imperantes y con la ciencia económica neoclásica oficial.
En estos momentos, cuando en Glasgow se celebra la COP26 para encontrar salidas y compromisos políticos que hagan frente a la emergencia climática, dejar la palabrería y tomar seriamente en cuenta las advertencias de la ciencia es una cuestión clave para cambiar de rumbo. La concatenación del discurso científico y de la movilización y presión de la sociedad civil y del movimiento ecologista es más clara que nunca, pero no supone garantía de que las políticas necesarias se pondrán en práctica porque el sistema económico en que vivimos, el capitalismo, necesita crecer sin descanso para poder mantenerse en pie. Denunciar la inviabilidad del capitalismo verde o ecocapitalismo es algo que no está bien visto en nuestras instituciones políticas y en nuestras universidades.
Desde hace décadas hemos visto como la economía ambiental neoclásica (que no ecológica) intenta integrar las externalidades ambientales en la contabilidad estatal sin poner en cuestión su «valorización» como parte del producto interior bruto. El greenwashing o «lavado de cara» verde es una herramienta fraudulenta para poder seguir produciendo mercancías dudosamente eco-bio-verdes que posibilitan el crecimiento económico a cualquier precio. Y en el campo energético, el paso del negacionismo al «negocionismo» (Bordera y Turiel) está suponiendo una ingente avalancha de macroproyectos de energías renovables que invaden el mundo rural y cuestionan su futuro, con la intención de ganar dinero a cualquier precio. No menos importante es el campo tecnológico donde la digitalización, la robotización y la inteligencia artificial se ofrecen como la panacea inmaterial para enfrentarnos a la crisis ecosocial.
Oponerse a este tipo de planteamientos y estrategias no es de recibo en muchas universidades, y a nuestro amigo y compañero Adrián le ha costado el puesto de trabajo. Sabían muy bien quienes le contrataron en la Universidad de Deusto en septiembre del 2020, en plena pandemia, cuáles eran sus ideas y su currículum. No le han despedido por ser un mal profesor o un flojo investigador: todo lo contrario, las valoraciones de su docencia e investigación son excelentes. El problema parece tener que ver más bien con la parresía del joven investigador: quizás los dirigentes del Centro de Ética Aplicada y de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas pensaron que encauzarían sus devaneos ecologistas radicales y tras un curso entero sin conseguirlo han optado por un despido ideológico, algo que (como nos decía un jurista de esta prestigiosa universidad) conculca un derecho constitucional.
Los jesuitas fundaron la Universidad de Deusto en 1886 en el puerto bilbaíno por ser un enclave comercial y económico privilegiado. Esta universidad privada y cara ha sido y es el centro de formación académica de las élites gobernantes y económicas vascas y españolas durante el último siglo. Institución que dice «cumplir su misión de servicio de la fe, a través de su servicio a la ciencia y a la cultura, evitando toda instrumentación de la cultura y del ser universitario». Y en su compromiso con la Responsabilidad Social Universitaria (RSU) «renueva y concreta su misión de servicio a la sociedad, promoviendo una ciudadanía responsable y comprometida, consciente de los problemas sociales y de su capacidad de transformar la realidad». Ésta era precisamente la función de Adrián Almazán como profesor de ética: pero la ética ecológica radical, la crítica anticapitalista y las posiciones opuestas a la tecnolofilia no parecen caber en las paredes de la universidad vizcaína.
Es larga la lista de personas (tanto alumnado como profesorado) represaliadas y expulsadas de la Universidad de Deusto por sus ideas. El caso de Adrián es el último hasta hoy; muchas cosas tendrán que cambiar en la institución de la Compañía de Jesús para que sea realmente el último. Pero, mientras tanto, las instituciones políticas vascas y españolas deberían tomar cartas en el asunto y dejar de financiar un centro educativo que ataca y conculca la libertad de cátedra