Artículo de nuestro compañero José Luis Fdez. Casadevante «Kois» publicado en EL DIARIO
Cada vez vivimos más tiempo y a la vez disfrutamos de menos tiempo disponible. Un ritmo acelerado, la precariedad y las jornadas laborales maratonianas hacen que nuestro día a día vivamos la sensación de que el tiempo se nos escurre entre los dedos. El arte de la improvisación se impone sobre la voluntad de planificar. La incapacidad de proyectarnos hacia el futuro ahonda en la sensación de pérdida de control sobre nuestras vidas. Lo que está por venir es tan incierto que da miedo y nos genera ansiedad, resulta difícil concebir un mañana que transmita esperanza y alimente la osadía política.
El auge del speed yoga o la speed meditation simbolizarían esta sensación de vorágine temporal, ante la cual proliferan las falsas soluciones individualizadas como las apps para optimizar la organización de agendas o los cursos de coaching en gestión del tiempo; cuando lo que tocaría sería explorar respuestas colectivas, forjando densas redes de apoyo mutuo. En este contexto, solamente la cooperación es capaz de devolvernos algo del tiempo sustraído por el mercado.
Las redes familiares y de amistad basadas en la reciprocidad, los grupos de crianza compartida, las cooperativas de cuidados o los bancos de tiempo, funcionan bajo el imperativo de interactuar, socializar, deliberar y acordar con otras personas. En esta coyuntura, un manejo más pausado del tiempo se convierte en un privilegio individual o en una estrategia colectiva. Disyuntiva ante la cual resultan urgentes medidas políticas como la reducción de jornada de trabajo sin reducción salarial. Redistribuir el tiempo de vida disponible a la vez que se redistribuye el empleo es lo que nos plantea el debate de las 32 horas.
Oscar Wilde bromeaba afirmando que el problema del socialismo es que requería muchas tardes libres. Hay que dedicar un enorme esfuerzo social a construir otras formas de organización social. Y sin invertir un mínimo de tiempo esta es una tarea imposible. Ante la tiranía de la inmediatez y la urgencia de los cambios necesarios, dar importancia a reflexionar e imaginar futuros alternativos parece un lujo que no podemos permitirnos.
Frente a la paradoja de «vivir cada vez más tiempo y pensar cada vez más a corto plazo», Roman Krznarick ha escrito The Good Ancestor. Un interesante libro donde indaga sobre la importancia de tomarnos el futuro en serio, la necesidad de desarrollar mecanismos de solidaridad intergeneracional y estimular las potencialidades humanas para abordar proyectos que impliquen una perspectiva de largo plazo. Una invitación a convertirnos en buenos ancestros, que se esfuerzan por transmitir un legado digno a las siguientes generaciones.
Históricamente la construcción de las ciudades, y especialmente de muchas de sus infraestructuras más importantes, resultaba indisociable de un liderazgo político capaz de asumir ambiciosos desafíos colectivos y de establecer sólidos compromisos sostenidos en el tiempo. Unas cuantas generaciones atrás, no resultaba tan extraño encontrar sentido a comenzar proyectos sabiendo que quienes los impulsaban no los verían terminados y no los disfrutarían. En nuestra geografía, las catedrales simbolizarían este esfuerzo social, pues eran arquitecturas tan costosas y complejas que no podían acometerse en una generación. Recordemos cómo la Sagrada Familia de Barcelona lleva casi un siglo y medio construyéndose, y todavía quedan varios años para que pueda finalizarse.
Hacernos cargo de la crisis ecosocial implica necesariamente desarrollar nuestra capacidad para trascender el presente inmediato en el que estamos encerrados. Hay un proverbio griego que resume de forma hermosa esta necesidad, cuando afirma que una sociedad crece cuando los ancianos plantan árboles a cuya sombra saben que no se van a sentar.
Los estudios analizados por Krznarick arrojan algunas cifras sorprendentes, como que el 80% de nuestros pensamientos sobre el futuro se orientan a lo que acontecerá durante el mismo día o al siguiente, solo un 14% de nuestras reflexiones van más allá de un año y únicamente un 6% supera los diez años. Nos cuesta proyectar nuestra imaginación en el tiempo, pensar qué pasará dentro de 20 años es un ejercicio que prácticamente no realizamos. Y al no ejercitar esa imaginación a largo plazo, desligamos el futuro al que aspiramos de nuestra forma de comportarnos en el presente.
El pensamiento cortoplacista y utilitarista nos encamina hacia la catástrofe, frente al cual Krznarick presenta el Intergeneracional Solidarity Index, que combina diez indicadores sobre políticas que incorporan una perspectiva de largo plazo. Este se ha aplicado a más de cien países a nivel mundial y el resultado es que de los 25 países mejor situados, el 84% son democracias. Así que una conclusión sería que necesitamos más democracia en la política y en la economía, entre otras muchas cosas reduciendo la jornada laboral sin rebaja salarial, para estar en mejores condiciones de preocuparnos por el mañana y para facilitar que se democratice la generación de relatos alternativos sobre lo que está por acontecer.
En 2015 el gobierno socialdemócrata de Suecia creaba el Ministerio del Futuro. Una institución cuyo objetivo era reinstaurar la mirada de largo plazo en la gestión política, de forma que resultase factible identificar las tendencias emergentes, los cambios y desafíos que se avecinan, así como fortalecer la capacidad de establecer consensos sociales y compromisos políticos que superen las exigencias de lo inmediato. Su actividad se ha vertebrado en torno a la preocupación sobre el trabajo y los impactos de la automatización, la transición verde y la cooperación global; articulando una amplia participación social en torno a comisiones de estudio y plataformas de reflexión conjunta con la sociedad civil. Este ministerio no persigue tanto predecir el futuro, como que este se convierta en un elemento de discusión y reflexión en la esfera pública, permitiendo que la agenda política pueda librarse de la dictadura del corto plazo.
Recientemente la Oficina de Prospectiva del Gobierno, cuya creación es una iniciativa muy interesante, presentaba su informe España 2050. En el aparatado relacionado con la emergencia climática se abren debates interesantes sobre consumo y estilos de vida (dietas, movilidad…) o medidas de justicia social compensatorias ante las transiciones en marcha. No se habla de agroecología o se abordan los regadíos en escenarios de agua menguante, el coche eléctrico se impone sobre el refuerzo del tren, y la palabra bicicleta solo aparece una vez… Además se apuntan como propuestas de futuro medidas que el gobierno se ha negado a impulsar en la vigente legislatura. El proceso de elaboración por un comité de expertos no ha contado con la participación de organizaciones y movimientos sociales, por lo que se han desperdiciado un montón de posibles aportaciones enriquecedoras y de aproximaciones críticas pero constructivas. Resulta ilusionante que se abran este tipo de discusiones, resulta iluso no pensar que nos han dibujado un escenario demasiado optimista.
Estas innovaciones en clave prospectiva conectan con algunas de las demandas de la democracia deliberativa, como la puesta en marcha de asambleas ciudadanas, donde personas elegidas al azar se reúnen para abordar alguna problemática compleja y elaborar propuestas. Estas son impulsadas para ayudar a las administraciones públicas a definir sus políticas, por lo que son procesos de una duración prolongada, donde se remunera a la gente por su tiempo y sus aportaciones, y que cuentan con el asesoramiento científico de personas expertas para que las decisiones que se tomen sean informadas. Las asambleas ciudadanas se han empleado en diversos países para definir hojas de ruta para abordar la emergencia climática. Aquí se ha anunciado y su puesta en marcha se va posponiendo de forma indefinida.
Más allá de las interesantes conclusiones a las que estas asambleas ciudadanas suelen llegar, lo más interesante de estos procedimientos es que garantizan una discusión sosegada entre personas de diversas procedencias, que generalmente no se encuentra influenciada por los intereses de las elites, ni por las servidumbres que impone el corto plazo. Y por tanto son más representativas de la sensibilidad de la gente y dan lugar a posicionamientos más valientes que los que podrían plantearse quienes viven pendientes de las encuestas electorales.
Igual que la memoria y el pasado se han convertido en un campo de disputa para interpretar lo sucedido, necesitamos asumir que los relatos de lo que está por suceder también forman parte de aquello por lo que merece la pena luchar. Jean Paul Sartre solía bromear con cómo no iba a poder cambiarse el futuro, cuando los historiadores no paraban de demostrar que hasta el pasado es susceptible de modificarse y reinterpretarse. La prospectiva es un campo de batalla.