Nuestra amiga Monica di Donato ha realizado esta entrevista a Andrew Fanning, que ha sido publicada en CTXT.
Es economista ecológico. Encabeza el área de Investigación y Análisis de Datos del Doughnut Economics Action Lab (DEAL, en sus siglas en inglés) y es investigador en el Sustainability Research Institute (Instituto de Estudios sobre la Sostenibilidad) de la Universidad de Leeds. Bajo la aproximación de la economía ecológica, sus investigaciones ponen el acento en los vínculos entre el uso de recursos biofísicos y el comportamiento social, y beben de los recientes avances en la definición de los límites planetarios desde una perspectiva nacional o sub-nacional. En ese sentido, analiza los sistemas de aprovisionamiento que permiten un uso sostenible de los recursos que aseguran una vida buena y cumplen con las condiciones de una “economía de estado estacionario”.
Considerando el contexto de crisis ecosocial y civilizatoria que hace de telón de fondo a nuestra época, ¿Qué debemos de entender por buena vida o calidad de vida?
Innumerables estudios muestran que hay realmente pocas cosas que sean importantes para la mayoría de las personas. Valoramos nuestra salud, pasar tiempo con la familia, amigos y en la naturaleza, cuidar a nuestros seres queridos, tener un trabajo útil, y unos ingresos estables y suficientes. Para mí, una buena vida es aquella en la que las personas puedan satisfacer sus propias aspiraciones, respetando tanto los derechos y las aspiraciones de los demás como a la biosfera.
Sin embargo, si el objetivo de la humanidad es alcanzar esta visión de una buena vida, actualmente nos encontramos muy lejos de lograrlo. A nivel mundial, miles de millones de personas aún no pueden satisfacer sus necesidades más esenciales y, al mismo tiempo, colectivamente estamos superando, al menos, cuatro límites planetarios. No hay duda de que el impacto creciente de las crisis del siglo XXI –la crisis climática, la pandemia y la crisis económica– está estresando de modo severo y recurrente a todas las sociedades del mundo.
Dado que todos buscamos ser capaces de manejar y salir de estas crisis interconectadas, existe una oportunidad única de ponerse al frente de las transformaciones necesarias para crear un mundo que sea mucho más justo socialmente y ecológicamente seguro. Tenemos la oportunidad de construir resiliencia y mejorar la capacidad de nuestras sociedades para proporcionar una buena vida que pueda persistir durante generaciones, no sólo localmente, sino también en un contexto mucho más global. Sin embargo, para tener éxito, creo que tenemos una necesidad crucial de comprender y, en última instancia, hacer frente a los poderosos intereses arraigados en un statu quo insostenible, altamente desigual y extractivo.
En la literatura especializada se pueden rastrear muchos intentos de conceptualizar, definir, y acotar de modo cualitativo o cuantitativo el concepto de calidad de vida, vida buena, prosperidad, etc. ¿Cree que es posible llegar a establecer un “lenguaje o marco común” entre todos o algunos de estos conceptos? Y, en ese sentido, ¿cuáles son, desde su punto de vista, los indicadores que podrían constituir una aproximación multidimensional solvente y robusta?
Existen diferencias fundamentales en las filosofías subyacentes que dan forma a las distintas medidas de bienestar, algunas de las cuales se remontan a milenios. ¿Le está yendo bien a una determinada sociedad proporcionando el mayor bien al mayor número de personas? ¿O nos sentimos realmente mejor sólo cuando la situación de los más pobres mejora? ¿O quizás el bienestar está impulsado por la autonomía para elegir entre diferentes opciones, en lugar de la elección en sí misma? Todas estas son buenas preguntas, y yo diría que está cada vez más aceptada la idea de que la pluralidad de enfoques sobre el bienestar es el mejor camino a seguir. En este momento, creo que el concepto de “economías de bienestar” está surgiendo como un lenguaje común estimulante alrededor del cual los investigadores, las empresas, la sociedad civil y los gobiernos se están movilizando: la ‘Wellbeing Economies Alliance’ es un buen ejemplo de este enfoque inclusivo y plural.
Con respecto a los indicadores, existe un consenso muy amplio sobre las distintas dimensiones que son importantes para el bienestar, tales como la alimentación, el saneamiento, la salud, la igualdad de género, y la participación política, entre otras. Para mí, lo que hay que tener en cuenta es que las listas de dimensiones sociales propuestas por los distintos investigadores y organizaciones no suelen ser muy largas. Por ejemplo, mi colega Kate Raworth identifica 12 dimensiones que forman el suelo social de su Donut de Límites Sociales y Planetarios (que a su vez se derivan de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU). Dentro de cada una de estas grandes dimensiones, el número de indicadores puede ser mayor o menor, dependiendo de si el propósito es generar una fotografía ilustrativa del funcionamiento social o una evaluación integral.
Precisamente, sus últimos trabajos publicados en Nature Sustainability y en el Journal of Cleaner Production, con Daniel O’Neill y colegas, van en la dirección descrita en la pregunta anterior. ¿Podría comentarnos cuáles son los elementos o las evidencias que muestran estos estudios? En otros términos ¿Cómo podemos llegar a tener una buena vida dentro de los límites de nuestro planeta, considerando una población en rápido crecimiento?
Destacaré dos resultados de estos estudios empíricos que encuentro realmente llamativos. Primero, en el estudio de Nature Sustainability con Daniel O’Neill, William Lamb y Julia Steinberger, titulado “A Good Life For All Within Planetary Boundaries”, hemos encontrado que actualmente ningún país satisface las necesidades básicas de sus ciudadanos con un nivel de uso de recursos globalmente sostenible. Aunque naciones ricas como el Reino Unido y España satisfacen la mayoría de las necesidades básicas de sus ciudadanos, lo hacen con un nivel de uso de recursos que está lejos de ser sostenible. Por el contrario, los países que utilizan recursos a un nivel sostenible, como Uganda o Sri Lanka, no satisfacen las necesidades básicas de sus pueblos. De manera preocupante, vemos que cuantos más objetivos sociales alcanza un país, más límites biofísicos tiende a sobrepasar.
En segundo lugar, cuando se comparan países en un momento dado, el funcionamiento social y el uso de recursos parecen estar vinculados a niveles bajos, pero sólo hasta un cierto “punto de inflexión”, a partir del cual un mayor consumo no contribuye casi nada al bienestar. En el estudio publicado en Nature Sustainability sugerimos que los países ricos que han cruzado este punto de inflexión podrían reducir el uso de recursos considerablemente con poco efecto sobre el bienestar, liberando así espacio ecológico para que los países más pobres aumenten su consumo para satisfacer las necesidades básicas. Investigamos esta hipótesis examinando esas relaciones a través de series temporales en el estudio Wellbeing–Consumption Paradox (publicado en la revista Journal of Cleaner Production). Si la expectativa de vida se utiliza para medir el bienestar, nuestros resultados respaldan esta hipótesis porque las personas viven más tiempo independientemente de si el consumo disminuye o aumenta. Sin embargo, si la felicidad se usa para medir el bienestar, nuestros resultados no respaldan esta hipótesis, ya que una disminución en el consumo se asocia con una disminución en la felicidad.
Pero es muy importante tener en cuenta que estos resultados cuantitativos se basan en relaciones históricas: no nos dicen cómo guiar nuestras sociedades hacia un futuro sostenible y próspero. Lo que sí que creo que pueden hacer es proporcionar información para dar soporte a las discusiones públicas sobre el significado de una “buena vida” y cómo podría ser esta en un mundo que respetase los límites planetarios. Con este fin, he liderado el desarrollo de un sitio web interactivo donde cualquier persona con conexión a internet puede visualizar y explorar nuestros resultados para más de 150 países.
En general, yo diría que las estrategias para mejorar los sistemas de abastecimiento físico y social, con énfasis en la suficiencia y la equidad, tienen el potencial de llevar a los países hacia la sostenibilidad, pero el desafío es enorme. Por supuesto, sería aún más difícil con poblaciones en crecimiento rápido, pero afortunadamente las tasas de crecimiento de la población han estado disminuyendo durante décadas, por lo que hay pocos lugares que actualmente tengan que afrontar ese problema (y prácticamente todos ellos tienen niveles muy bajos de uso de recursos per cápita). Estoy mucho más preocupado por los crecientes niveles de consumo per cápita, especialmente en los países ricos, que tienden a ser vistos como “modelos a seguir”, a pesar de que sus niveles de uso de recursos no pueden extenderse de manera sostenible a todo el mundo.
En uno de los artículos citados, hace referencia a la “Paradoja de Easterlin”. ¿Por qué es importante reconsiderarla dentro de estos tipos de análisis, y qué evidencias aportan los datos analizados en ese sentido?
En 1974, Richard Easterlin observó la paradoja de que los ingresos y el nivel de satisfacción con la vida percibido por las personas están correlacionados en un momento dado, pero la satisfacción con la vida no aumenta a medida que los ingresos aumentan con el tiempo. Aunque el producto interior bruto (PIB) se ha más que triplicado desde los años 50 en naciones ricas como los Estados Unidos y el Reino Unido, una persona media no es más feliz. La principal explicación que podemos encontrar a esta paradoja es que las personas comparan sus ingresos en relación con los demás o con su propio pasado. La felicidad que se obtiene por un aumento en los ingresos puede verse influida a la baja si otros obtienen mayores aumentos en sus ingresos, o si se obtiene un aumento menor que las expectativas que se tenían al respecto, dejando así el nivel de felicidad nacional sin cambios a pesar de un aumento constante de los ingresos.
La paradoja de Easterlin sugiere que el crecimiento económico no tiene que ser tan deseable desde una perspectiva social, ya que en un mundo de crisis climática también debemos considerar el vínculo entre el crecimiento económico y las presiones ambientales, como las emisiones de gases de efecto invernadero. No hay duda sobre la tendencia de que el uso de recursos suele aumentar con niveles crecientes de ingresos, pero he encontrado que hay muy poco aporte de carácter empírico sobre la relación entre el bienestar y la reducción a largo plazo en las emisiones de carbono necesarias para tener alguna oportunidad de alcanzar los objetivos climáticos de los Acuerdos de París. Además, aunque se ha prestado ya mucha atención a la relación empírica entre la felicidad y el aumento de los ingresos, existe una sorprendente falta de investigación comparativa entre países sobre el papel de la disminución de ingresos en el bienestar.
Así que nos preguntamos ¿cómo cambian las relaciones entre el bienestar humano y el consumo intensivo en carbono a lo largo del tiempo? y ¿cómo difieren esas relaciones entre países con consumo creciente y no creciente? Ampliamos el alcance del trabajo de Easterlin analizando dos indicadores de bienestar (satisfacción con la vida y expectativa de vida) y dos indicadores de consumo (ingresos y huella de carbono) para cerca de 120 países durante el período 2005-2015.
Encontramos que las personas en países con altos niveles de consumo tienden a ser más felices y sanas que las personas en países con bajos niveles de consumo para un año determinado, pero no hay evidencias de que un aumento en los ingresos o en la huella de carbono mejoren ninguno de los indicadores de bienestar en el tiempo. Sin embargo, la satisfacción con la vida tiende a disminuir en países con ingresos o huella de carbono no crecientes, lo que implica que la felicidad se debe hacer más resiliente a disminuciones en el consumo en un escenario de acción climática ambicioso a nivel mundial. La buena noticia es que encontramos que la expectativa de vida aumenta constantemente en todos los países, independientemente de si los ingresos o la huella de carbono están creciendo o no. Dicho esto, nuestro análisis no tiene en cuenta los efectos de la pandemia de coronavirus, que puede haber cambiado este resultado a peor de un modo trágico.
Como anotación final y recogiendo las reflexiones anteriores, ¿podríamos afirmar entonces que nuestras economías no serían “Economías del Donut”, siguiendo las definiciones de Kate Raworth? Y en ese sentido, también como miembro del Doughnut Economics Action Lab, ¿Cuáles son las acciones que se deberían de emprender para transitar hacia escenarios más sostenibles ambientalmente y más justos socialmente? ¿los postulados decrecentistas pueden aportar algo en ese sentido y si es así, en qué términos?
Para que más de 7,5 miles de millones de personas vivan bien dentro de los límites de nuestro planeta, se requieren cambios radicales en nuestro sistema económico del siglo XX. En el Doughnut Economics Action Lab, vemos la economía como un sistema dinámico que está en constante evolución y, por lo tanto, no hay “leyes” de oferta y demanda, o rendimientos decrecientes, u otras que los economistas convencionales nos cuentan: sólo hay diseño. En el siglo XXI, este diseño tendría que ser regenerativo, de modo que nuestro uso de materiales y energía funcione dentro de los ciclos de la biosfera y dentro de los límites planetarios. Pero también debe ser distributivo, para que las dinámicas de comportamiento de los mercados no concentren el valor y los rendimientos en manos de un 1 por ciento, que es lo que está sucediendo actualmente, sino que los distribuya de manera más efectiva entre las personas. En este momento, nuestras economías no están diseñadas para ser regenerativas y distributivas, están diseñadas para crecer, y eso tiene que cambiar. Así que sí, estoy de acuerdo con los “decrecentistas” en que los países ricos como los Estados Unidos y España deben ir más allá de la búsqueda del crecimiento económico, que ya no sirve para mejorar la vida de las personas en esos países, sino que empuja a la humanidad cada vez más cerca de un desastre ambiental.