Artículo publicado en EL DIARIO, por nuestro compañero del FORO Kois.
En 1963 Betty Friedan escribía la mística de la feminidad como una forma de abordar un malestar que las mujeres de su época habían denominado “el problema que no tiene nombre”. Una suerte de crisis de identidad inducida por el patriarcado a las mujeres relegadas al trabajo doméstico; que lastraba su autonomía vital, aplazando proyectos personales y vaciando de sentido la propia experiencia. Este libro fue una de las obras más influyentes en el despliegue de la “segunda ola” del feminismo durante la segunda mitad de los años sesenta. Enunciar y dar nombre a los conflictos y generar relatos compartidos sobre la opresión suele ser el primer paso que desencadena un movimiento.
Recientemente se anunciaba la creación de un Ministerio para la Transición Ecológica, que según el presidente del Gobierno nacía con la vocación de “concentrar las principales políticas encaminadas a construir un futuro sostenible, por lo que puede resultar interesante ver algunos de sus principales desafíos en un país en el que al debate sobre el cambio climático, sus consecuencias y desafíos no se les ha prestado la debida atención desde el ámbito público”.
La creación del Ministerio es una noticia muy significativa, pues por primera vez parece que se empieza a nombrar desde las instituciones el problema que realmente tenemos entre manos. Ya no se trata de conservar tal o cual espacio protegido o de desarrollar programas de educación ambiental, que también, sino de situar en la agenda política y en la esfera pública la inviabilidad de nuestro vigente modelo socioeconómico. Los límites biofísicos, el cambio climático o la crisis energética no son cuestiones negociables o discutibles, son una realidad con la que tenemos que lidiar. Cambiar ya no es una opción sino un imperativo, no hay nada más utópico que asumir que va a haber una continuidad sostenida en el tiempo de nuestro estilo de vida.
El nombre del Ministerio evidencia la magnitud de la tarea que se propone asumir, igual que Betty Friedan hemos puesto nombre al malestar ambiental. El acierto en la denominación responde a la necesidad de enunciar un reto cultural y comunicativo, lograr que se socialice una nueva narrativa capaz de transmitir la situación de emergencia en la que nos encontramos y lo inaplazable de las transformaciones a emprender.
Uno de los principales retos de este Ministerio es asumir la complejidad de desarrollar una agenda ecosocial que sea consistente y coherente con el resto de políticas públicas a desarrollar por el conjunto del Gobierno. Una hoja de ruta que tendría muchas similitudes con lo planteado por entidades ecologistas o espacios como el Foro Transiciones en materiales como La Gran Encrucijada. Un desafío que debe contemplar medidas como una ambiciosa ley de transición energética y cambio climático orientada a la descarbonización de la economía, la preservación de los ecosistemas naturales que sustentan la vida, la promoción de la agroecología como referencia para reorganizar los sistemas alimentarios, la regeneración urbana y la reconversión en clave de sostenibilidad del sector de la edificación, desarrollar una relocalización industrial con perspectiva ecológica, repensar el modelo de transporte… y otras muchas que desde luego evidencian que no es una tarea sencilla.
Además conviene enfatizar que esta transición debe hacerse con criterios de justicia social, lo que implica procesos de redistribución de la riqueza ante los que los intereses económicos ofrecerán muchas resistencias. Una conflictividad que se volverá hostilidad manifiesta cuando se vaya asumiendo que la transición ecológica implica el final del crecimiento como objetivo económico a perseguir, y que a medio plazo debemos avanzar cuanto menos hacia una economía postcapitalista que funcionaría bajo otras lógicas. Hoy por hoy no vemos a las empresas del Ibex35 demasiado por la labor y serán los movimientos sociales quienes deban sostener, defender y acompañar estos cambios.
Estas semanas atrás leía el libro de Richard Louv ‘Los últimos niños en el bosque’, recientemente editado por Capitan Swing, donde se desarrolla la idea del déficit de naturaleza. El texto arranca con la pedagógica anécdota de un niño que prefería jugar en casa antes que al aire libre, porque allí se encontraban todos los enchufes donde conectar los videojuegos; y continúa sintetizando entre sus páginas centenares de trabajos científicos, como el estudio británico que plantea que la infancia de 8 años sabe más nombres de personajes de Pokémon que de flora y fauna del entorno en el que vive; o las reflexiones de decenas de entrevistas con familias y profesionales de la educación ambiental preocupados por esta distancia afectiva y efectiva de la naturaleza.
En el texto se explica de forma muy convincente que nuestras sociedades padecen una creciente desconexión de la naturaleza, que se va convirtiendo más en una abstracción que en una realidad tangible donde hayamos tenido experiencias vitalmente significativas. Un distanciamiento especialmente grave para una infancia que no ha disfrutado de trepar y construir cabañas en los árboles, bañarse en ríos, realizar acampadas o dormir bajo las estrellas. Unas carencias que se relacionan cada vez de forma más rigurosa con enfermedades como el déficit de atención o la hiperactividad. Aunque el déficit de naturaleza no sea todavía un término clínicamente aceptado y haya un debate abierto en la comunidad científica, tiene una dimensión tremendamente descriptiva.
Y este rodeo argumentativo se explica porque la transición ecológica debe impulsarse en el seno de una sociedad que no la demanda y no la desea, una sociedad aquejada de un severo déficit de naturaleza. Igual que nadie echa de menos a alguien que no conoce, no se puede entender la ecodependencia si no se ha experimentado vivencialmente. ¿Cómo seducir a una población para que se movilice, cambie sus imaginarios y expectativas sobre una vida buena y transforme una parte sustancial de sus estilos de vida?
Richard Louv sostiene en su ensayo que a medida que nos separamos de la naturaleza, también nos separamos más unos de otros. Una hipótesis que yo también defendía al hablar hace unos meses del Ministerio de la Soledad que se acababa de conformar en Reino Unido y de cómo asumir nuestra interdependencia en un contexto ecológicamente adverso, iba más allá de la tarea de cualquier agenda ministerial y pasaba inevitablemente por aumentar nuestras habilidades para desarrollar estrategias colectivas, enfatizar la cooperación y la creatividad social. Y es que la profunda reorganización del funcionamiento de nuestras sociedades y de sus metabolismos socioeconómicos, solo será viable en la medida en que las políticas públicas del Ministerio para la Transición Ecológica se acompañen de una desbordante movilización ecosocial.
El déficit de naturaleza y el déficit de participación sociocomunitaria pueden abordarse de forma conjunta mediante la proliferación de iniciativas de ciudadanía ecológica, donde se vivan aprendizajes significativos y experiencias positivas de cambio: agricultura urbana, cooperativas de consumo, comedores escolares agroecológicos, cooperación público social en la gestión y mantenimiento de zonas verdes, compostaje comunitario, proyectos vecinales de energía renovable… . Y es lo que vienen haciendo desde hace años los Movimientos de Transición que frente a un fatalismo paralizante demuestran mediante prácticas concretas y funcionales que cambiar las cosas es posible. Un experimentalismo que está movilizando la ilusión de miles de comunidades locales, renovando algunos planteamientos del ecologismo y poniendo a disposición de la sociedad estructuras y patrones que pueden resultar funcionales ante las necesidades futuras.
Resumiendo la situación actual, si la creación del Ministerio fuera como una novela, diría que la autora principal, la ministra Teresa Ribera, tiene una dilatada experiencia y un profundo conocimiento de las cuestiones que aborda; que el título elegido seduce y transmite ganas de ver cómo sigue avanzando la trama, que seguro que va a incorporar mayores dosis de realismo que novelas anteriores, que el final feliz no está garantizado y que seguramente tenga moraleja: invitarnos a intervenir sobre la realidad desde nuestras vida cotidianas.