Artículo publicado por el Colectivo Contra el diluvio en LA MAREA
Las únicas soluciones realistas contra el cambio climático son las que ahora se consideran poco realistas. Esto es cierto tanto en el largo como en el corto plazo. A largo plazo nuestra supervivencia colectiva pasa por la abolición del capitalismo. No en un futuro distante, sino en la vida natural de las personas que ya habitan este planeta. A corto plazo las estrategias de adaptación y mitigación deben empezar lo antes posible y ser lo más agresivas posibles. Lo que hagamos en los próximos cinco, diez, quince años puede ser determinante para el próximo siglo y más allá. Nos enfrentamos a esta realidad en una época donde ha muerto el espíritu de la política con mayúscula, de los grandes cambios sociales. Donde un consenso tecnocrático solo aspira a gestionar la descomposición del presente y donde un falso realismo solo admite como posible aquello que ya está sucediendo.
No podemos abandonar el horizonte de la superación del capitalismo. Su lógica de acumulación y crecimiento sin límites es irreformable. Tenemos que recuperarnos de nuestra gran derrota, que es la incapacidad de imaginar que el mundo podría ser de otra forma, el abandono de toda perspectiva revolucionaria. Pero también tenemos que empezar a descartar posibilidades, porque el tiempo apremia. No nos sirve un objetivo difuso y etéreo, que igual que las estrellas nos ilumine muy poco por estar demasiado lejos. Tampoco nos sirve una visión detallada de un futuro mejor que nunca se ponga a prueba en el presente. La urgencia nos obliga a actuar ya, a elegir el paso más audaz en nuestras condiciones que nos ponga en el buen camino. Está de nuestra parte un secreto olvidado: toda reforma profunda y exitosa siempre ha ido de la mano de una acción revolucionaria que aspiraba y amenazaba con ir más allá. Las reformas más duraderas dentro del capitalismo siempre ocurrieron como respuesta a los intentos más creíbles de superar el propio capitalismo. Una de las ironías del siglo XX es que reforma y revolución, además de ser caminos antagónicos, también eran caminos hermanos. Cuando decidimos que la revolución era imposible descubrimos aterrorizados que al mismo tiempo habíamos olvidado cómo ser sensatos reformadores.
A unos sensatos reformadores, precisamente, se refiere el título de este texto. La historia la cuenta Ken Loach en su Spirit of ’45 (Espíritu del 45). Omitiendo casi todos los problemas, que no fueron pocos, pero recordando cosas que merecen ser recordadas. Cómo la clase trabajadora británica, después de la segunda guerra mundial, decidió que si se podía organizar la sociedad para matar nazis también se podía organizar para construir hospitales. Cómo la clase trabajadora decidió que las cosas ya no podían seguir como hasta entonces, y que ahora votarían a los laboristas. A pesar de Churchill, que atraía a multitudes en sus mítines. Fue el mayor vuelco electoral de la historia del país, y en las imágenes de Clement Attlee anunciando que había aceptado la petición del Rey de formar un gobierno laborista (con un programa socialista, matiza) se respira la promesa.
No fue socialismo, pero fue impresionante. En unos pocos años se construyó el sistema nacional público de salud, se nacionalizaron las minas, los ferrocarriles, se construyeron viviendas dignas y accesibles para millones de familias trabajadoras. Muchas de las cosas que durante décadas se dieron por sentadas en la mayoría de países occidentales empezaron aquí, por una decisión política. Entre esas cosas, debemos decirlo, también estaba el construir esa sociedad más igualitaria sobre el expolio colonial (el Rey Jorge todavía era «Emperador de la India»), en contra de cualquier proyecto de liberación nacional. También estaba el anticomunismo más feroz, en casa y también fuera, seña de identidad y razón de ser de la socialdemocracia europea.
Otra cosa impresionante: a pesar de sus enormes éxitos los laboristas no tardaron demasiado en perder unas elecciones. En 1951 ya estaban fuera del gobierno. Antes de salir consiguieron forjar un nuevo sentido común, una verdadera hegemonía. Los conservadores tuvieron que prometer no tocar las reformas laboristas para poder ganar, y de hecho no las tocaron. Margaret Thatcher no llegaba a los 30 años y la edad de oro del Keynesianismo solo estaba empezando.
¿Por qué esta historia? Está claro por qué la recupera Loach. El sentido común del laborismo acabó saltando por los aires y los restos del corto siglo XX de Hobsbawm ya casi han terminado de extinguirse. El consenso neoliberal se hizo absoluto («No Hay Alternativa») y hoy en día los socialdemócratas profundizan en casi todos lados su largo suicidio ritual, tratando de ganar elecciones con programas económicos cada vez más neoliberales que movilizan cada vez a menos gente (seguramente Gramsci no tenía esto en mente al hablar del optimismo de la voluntad). ¿Por qué no recurrir al mito fundacional? El espíritu del 45 es la apuesta de recuperar un momento glorioso del pasado y destilar su esencia para una nueva urgencia que requiere lo mejor de nosotros.
El imaginario de la derrota del fascismo y la generación que ganó la guerra es muy fuerte en el Reino Unido. No podremos copiarles eso, porque aquí no les derrotamos. Nuestros mitos progresistas son, sin excepción, derrotas, lo que quizás explique muchas cosas. Por eso nuestra primera propuesta: espíritu del 2025, en el futuro cercano y no en nuestro pasado.
Ejes del espíritu de 2025
El espíritu del 2025 tiene que ser capaz de movilizar a amplias mayorías, de conseguir victorias tangibles e inmediatas. Pero también debe apuntar siempre más allá, facilitar la tarea pendiente o al menos no entorpecerla. Quizás una quimera, la historia aquí pesa como una losa, pero una que por el momento estamos obligados a perseguir. Así nuestra segunda propuesta: el camino hacia la victoria consiste en ganar todas las posiciones posibles en el enfrentamiento contra la mercantilización de la vida, restringir de manera metódica e implacable los ámbitos de nuestra vida en los que el ánimo de lucro sean la fuerza motora. Frente a las relaciones capitalistas de mercado proponer la producción y gestión colectiva de nuestras necesidades. Sin ignorar su coste, pero aboliendo su carácter de mercancía. La república del valor de uso frente al imperio del valor de cambio. La administración de las cosas y no el dominio sobre nuestros semejantes.
Para los primeros momentos de esta revolución contra el cambio climático sí que podemos inspirarnos en la historia de la socialdemocracia. Las primeras victorias que necesitamos son victorias que ya se consiguieron una vez. Tres ejes para empezar: energía, transporte, agua. Son algunos de los llamados monopolios naturales, en los que incluso los liberales clásicos reconocían que la competencia no traía beneficios tangibles. Lo hemos comprobado en nuestras propias carnes, y ninguno de los tres pueden permanecer en manos privadas más tiempo: expropiación y nacionalización inmediatas. Una primera gran diferencia: no pueden ser gestionados como empresas privadas que ofrezcan únicamente precios razonables y buenas condiciones laborales. Hay que avanzar en su socialización real para que su expropiación sea, esta vez sí, irreversible. Otra gran diferencia: el objetivo no puede ser la «rentabilidad», la eficiencia en sentido capitalista. Todos sus recursos y las posibilidades de planificación política que traerá la nacionalización deben ponerse al servicio de la lucha contra el cambio climático.
Los primeros golpes energéticos son peticiones que vienen de lejos. Abandono inmediato del carbón (según Greenpeace España representa el 65% de las emisiones para cubrir un 14% de la demanda eléctrica). Abandono progresivo del gas natural (prohibición de nuevas instalaciones en 2025, eliminación en 2035). Ningún trabajo tiene que perderse por esto, ni ninguna comunidad tiene que sentirse amenazada. La gestión pública de la energía va a necesitar muchas manos y podrá proporcionar muchos trabajos dignos y socialmente necesarios. Seguimos: al ritmo actual de conversión a energías renovables necesitaríamos varios siglos para eliminar las energías fósiles. En un primer plan de choque a tan corto plazo puede obviarse hasta cierto punto el debate sobre cuánto debemos o queremos reducir nuestro consumo energético, pero hagamos lo que hagamos debemos ir más rápido. Tasas de autoconsumo solar o termosolar del 20 o 25% no son imposibles con las ayudas necesarias, y debemos recuperar todo el tiempo perdido en estos años de legislación a la carta para los monopolios energéticos privados.
En materia de transporte, las medidas menos controvertidas deberían empezar por una inversión masiva en transporte público, incluyendo la subvención de su uso para todo aquel que lo necesite. Ni una sola persona debe dejar de utilizarlo por no poder pagarlo. También tenemos que incorporar el transporte de mercancías a la planificación pública. Somos el país con mayor cantidad de líneas de alta velocidad de Europa, pero el último en transporte electrificado de mercancías (más del 95% de las mismas viajan por carretera). Tenemos que revertir esa tendencia recuperado y electrificando vías antiguas, construyendo otras nuevas para el transporte comercial o intercalando en las de alta velocidad trenes más lentos sin pasajeros. Finalmente, lo que seguramente vaya a ser la batalla política más compleja: la peatonalización progresiva de las ciudades. Tenemos que desincentivar el uso del coche por cualquier medio necesario. Reducción de carriles, tasas de acceso… siempre que se garantice el acceso universal a un transporte público y de calidad todo lo que se haga en este aspecto será poco.
En la gestión del agua el consumo por sectores está tan sesgado que señalarlo ya es señalar la solución: según el Ministerio de Agricultura más del 75% del uso del agua se da en la agricultura. Los dos frentes son la racionalización de los cultivos para un entorno en su mayoría de secano, y la mejora de la eficiencia en los sistemas de riego.
A estos tres grandes sectores industriales más clásicos podemos añadir un cuarto: la alimentación. Ya hemos mencionado la racionalización agrícola, a la que podemos añadir la soberanía alimentaria o la potenciación de la producción y el consumo de cercanía en la medida de lo posible. Queda el gran problema: la ganadería es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, y sin embargo es uno de los más olvidados en estos debates. El objetivo debe ser la mayor reducción posible en el consumo de carne en el menor tiempo posible. Muchas voces ya hablan de lo inevitable de un impuesto a la carne. Un modelo impositivo que subvencionase alimentos saludables y de baja huella ecológica y gravase lo contrario no solo sería bueno para el medio ambiente, también lo sería para la salud y los bolsillos de la gran mayoría. Aquí tampoco nos hacemos ilusiones, esta cuestión seguramente también se convierta en una verdadera «guerra cultural» en nuestro futuro cercano. Lo que comemos también será política, por necesidad.
Podríamos mencionar otros posibles ejes: un gran programa de vivienda pública con inversiones masivas en eficiencia energética, la restauración de ecosistemas, la reducción general de la jornada laboral manteniendo el sueldo, etcétera. Sin embargo acabaremos con uno ligeramente diferente: el disciplinamiento del sistema financiero. Por dos razones fundamentales: primero, los billones de euros que circulan en procesos especulativos tienen que ponerse a trabajar a nuestras órdenes. Segundo, el control de esos billones de euros conlleva un enorme poder. Al servicio del capital puede y de hecho se usa de manera cotidiana para extorsionar y aplastar a cualquier proyecto político mínimamente progresista.
En una economía capitalista quien controla el flujo de capitales controla el futuro político, sin confrontar este hecho no podremos hacer nada. Así también señalamos a un Otro que por inversión crea una identidad: a un lado, aquellos que buscamos trabajar para solucionar la crisis climática. Por otro, los que quieren seguir especulando con nuestro futuro en el mercado de derivados. Seguramente los segundos sean más que el célebre 1%, pero la ventaja es que aquí las líneas de demarcación definen un mapa político absolutamente material. Esta lucha será larga. Podrá empezar con leyes modestas que traten de coartar lo nocivo e incentivar lo beneficioso: tasas a la especulación, a la inversión contaminante… todo se ha propuesto ya, todo es difícil de hacer a nivel nacional en un mundo globalizado. Pero la «libertad» de dominar la capacidad inversora es la libertad básica del capital. Ceder aquí es ceder todo, en cierto sentido. Se ha matado a muchos por conservar esa «libertad», y nada nos indica que la intención no sea matar a muchos más. Por acción o por inacción, no deberíamos ver gran diferencia entre los dos tipos de violencia. Lo único que históricamente ha sido capaz de plantar cara a ese poder ha sido la organización decidida de una gran mayoría.
Precisamente porque nuestra lucha es la de la gran mayoría cerramos con nuestra tercera gran propuesta: la única posición progresista es la de hacer todo lo posible para garantizar la supervivencia de una sociedad humana que ya se acerca a los 8000 millones de personas. La sensibilidad aristocrática del pequeño grupo siempre es reaccionaria. Ya sea la genocida, vieja conocida, que busca eliminar a la «población excedente» (en la que uno nunca se encuentra), o la que fantasea con soluciones individuales o a pequeña escala para problemas que son planetarios en todos los sentidos. El escapismo fuera de la sociedad, incluyendo al escapismo tecno-utópico, solo sirve para profundizar la injusticia y la miseria que reina en nuestra Tierra.
Hemos aprendido a olvidar el pasado, despreciar el presente y temer el futuro. Hemos aprendido que nada está garantizado y que todo lo ganado puede perderse muy rápidamente. Si podemos forjar algo así como un espíritu del 2025 tendremos que transformar completamente nuestra percepción de la política. Poner sobre la mesa programas ambiciosos pero concretos, crear la organización para conseguirlos, volver a dar miedo a quienes hace mucho que no lo tienen, volver a ganar después de tanto tiempo. Proponemos para señalar un camino, y proponemos para señalar limitaciones. Empezábamos diciendo que las únicas soluciones realistas son las que ahora se consideran poco realistas. Con toda legitimidad se podría decir que lo que planteamos no es solo poco realista, sino imposible. A lo que contestaríamos, como ya se dijo muchas veces, que nunca se habría conseguido lo posible si no se hubiese intentado alcanzar lo imposible una y otra vez.