Desde hace un año los colectivos vecinales y deportivos de mi barrio hemos impulsado un proyecto para redefinir los usos de la parte inferior de un puente, que va a convertir uno de esos vacíos urbanos infrautilizados en canchas de baloncesto y fútbol, espacios de patinaje, parkour y un anfiteatro. El proceso Pacífico Puente Abierto, apoyado por la Junta de Distrito ha servido para estimular la imaginación urbanística local, lo que ha desembocado en plantear la peatonalización de la parte superior de dicho puente, que actualmente acoge seis carriles para el tráfico motorizado. Ahora vecinos y vecinas estamos inmersos en un proceso participativo para repensar esta infraestructura obsoleta con las premisas de aumentar y mejorar la calidad del espacio público, favorecer la movilidad peatonal y ciclista; integrando el puente en un eje cívico que conecte grandes parques y equipamientos, a la vez que reverdece la ciudad.
A la salida de uno de estos talleres mientras fantaseábamos sobre lo agradable que va a quedar esa parte del barrio, alguien comentó la revalorización que iba a suponer para las viviendas de los alrededores. Lo que condujo a preguntarnos si muchas de las personas que han impulsado estas mejoras iban a poder seguir disfrutándolas en el futuro o serían desplazadas por la subida de los precios de la vivienda. Empezamos soñando un parque y terminamos desvelados por la pesadilla de la ‘greentrification’.
La ‘greentificación’ plantea cómo el desarrollo de zonas verdes y la recualificación del espacio público activan dinámicas urbanas que desembocan en el desplazamiento de las clases populares de las proximidades de estos lugares renovados y reverdecidos. Una ‘gentrificación’ impulsada por el verde urbano. Las comunidades locales se movilizan para reverdecer sus barrios y cuando lo logran, pasado un tiempo, son gentrificadas pues las dinámicas de mercado vuelven a empujarlas a entornos menos atractivos. Todo el mundo quiere tener un parque cerca pero pocos pueden costearlo, pues el acceso a zonas verdes próximas de calidad se ha convertido en un factor relevante a la hora de fijar los precios de las viviendas.
Habrá quien piense que somos unos alarmistas y unos eternos inconformistas, como si eso fuera en el ADN ecologista. A mí personalmente me encantaría equivocarme y que se me acusara de bocazas, pero algunas voces más autorizadas que la mía llevan años reflexionando en este sentido.
El pasado mes de junio los impulsores del High Line de New York, una de las más famosas y ambiciosas iniciativas que convirtió en parque 2,5 kilómetros de una antigua línea de ferrocarril elevada, daban la voz de alarma. Hacían un balance crítico y reconocían lo fácil que es morir de éxito, pues tras ocho años de funcionamiento han constatado que el parque ha desplazado a los habitantes del barrio de menor poder adquisitivo, a parte del pequeño comercio y se ha convertido en una atracción turística. La comunidad local no suele acudir por tres motivos: no consideran que haya sido creado para ellos, no encuentran personas similares a ellas y no les gusta la programación de actividades culturales ofertadas. Para tratar de reconducir la cosa desde el programa cultural han comenzado a hacer talleres de formación para el empleo o viajes escolares de los centros educativos del barrio, de forma que se facilite esa reconexión psicológica entre parque y habitantes. Y esperan que quienes impulsen proyectos en el futuro obtengan alguna enseñanza de su contradictoria historia.
Isabelle Anguelovsky, directora del laboratorio de justicia ambiental y sostenibilidad de Barcelona, es una de las investigadoras que más ha analizado este tipo de fenómenos en distintas ciudades del planeta. Uno de sus ejemplos de estudio más recientes y cercanos sería l a evolución del parque del Poblenou en Barcelona desde 1992: un gran pulmón verde en un barrio popular de pasado industrial. Iniciativa que ya ha empezado a tener efectos no deseados: el número de habitantes con educación universitaria ha aumentado en un 700 % en un radio de cien metros alrededor del equipamiento. Y se ha reducido el número de los residentes de edad avanzada y de los inmigrantes del sur del mundo. También han aparecido viviendas de lujo y los precios de la vivienda se han disparado. En resumen, la población que tenía que beneficiarse del parque se ha visto desplazada en favor de nuevos habitantes más ricos, más jóvenes y más blancos.
Históricamente las élites han disfrutado de un acceso privilegiado a las zonas verdes, y especialmente a las de mayor calidad. Algo que se fue democratizando mediante la popularización de los parques públicos, que en muchos casos son fruto de intensas luchas vecinales. Las élites se preocupan por habitar los escasos entornos de alto confort ambiental de las ciudades. No veremos ninguna zona residencial de clase alta próxima a un vertedero, una incineradora, polígonos industriales, depuradoras… Adoran las zonas verdes pero ni por asomo están dispuestos a oir hablar de cuestionar sus estilos de vida, redistribuir la riqueza o reequilibrar territorial y ambientalmente la ciudad. Asumen una idea de planificación verde excesivamente sesgada, que adolece de estar despolitizada, de ser tecnocrática y de evitar que se aborde de forma indisociable lo social y lo ambiental.
Ante la retórica de que espontáneamente todo el mundo ganará con las políticas aisladas de reverdecimiento urbano, sucede como con cualquier otra mejora en los barrios populares, ya sea un huerto comunitario o un nuevo equipamiento deportivo, que son susceptibles de ser capitalizadas por los propietarios del suelo o los inversores inmobiliarios. La gentrificación es una grave problemática que tomada de forma categórica puede ser confusa, e inducir a la parálisis, pues encierra a sociedad civil e instituciones en un perverso círculo vicioso, donde, se haga lo que se haga, la mano invisible del mercado terminará acaparando los beneficios.
Nos hace falta ecologizar la retórica del derecho a la ciudad, creando un relato capaz de ganar centralidad en las agendas municipalistas. A la lucha contra la segregación y la estigmatización espacial, los desplazamientos forzados, la criminalización de la pobreza urbana o la exclusión residencial debe acompañarla un énfasis en la construcción a gran escala de resiliencia local. Políticas que permitan la reducción drástica del consumo y el cierre de ciclos de de agua, materia y energía. Debemos contener el consumismo y propiciar un cambio radical, tanto del modelo productivo como de los estilos de vida.
La greentrificación es una de las consecuencias naturales de adorar las zonas verdes pero rechazar una visión sistémica de la ecología urbana y sus implicaciones. Ante los efectos perversos del reverdecimiento acrítico nos toca releer los conflictos urbanos como conflictos ecológico distributivos; pues la gravedad de los impactos ambientales recae principalmente sobre las clases populares. Ecologizar debe ser un sinónimo de democratizar y perseguir justicia socioambiental en la ciudad.
Y esto sin hablar de todas las descalificaciones que se van a verter hacia cualquier ejercicio serio de ecologismo urbano. Uno de los urbanistas de referencia global para el stablishment como Richard Florida, ha denominado despectivamente como luditas urbanos a quienes se movilizan contra la expansión de las ciudades, la proliferación de infraestructuras tóxicas, de transporte o nuevos centros tecnológicos. Según este autor buena parte de la responsabilidad de la crisis recae sobre estos izquierdistas antiurbanos: si la ciudad no crece hay menos innovación y productividad, menos actividad económica, menos impuestos y por tanto menos políticas redistributivas. La conclusión es que el ecologismo urbano es antisocial y elitista, algo muy funcional a las narrativas hegemónicas.
Lo que usos efectistas del lenguaje no cuentan es que, más allá de destruir las maquinarias de las fábricas que sustituían trabajadores o de quienes las usaban para bajar salarios, el ludismo fue un fenómeno sostenido por las comunidades obreras, un desafío de primer orden a la opresión y un movimiento responsable de abrir uno de los primeros debates profundos sobre los vínculos entre desarrollo tecnológico y sociedad. Como el historiador E. Thompson estudió no eran espontáneos ataques de ira sino una de las propuestas teóricas y políticas más avanzadas de su época, pese a las simplificaciones que la popularizaron posteriormente. Así que puede que tras el insulto haya una invitación a pensar en que los principios éticos deben articularse en acciones prácticas, realistas y en procesos de medio plazo; pero sin renunciar a mirar y nombrar el abismo que tenemos ante los pies (colapso climático, crisis energética…).
No es nada nuevo, como diría Harvey, que el capitalismo urbano se sustente en el desplazamiento de los problemas, ya sea en el espacio, cambiándolos de lugar o alejándolos a la periferia, o en el tiempo, endosando las consecuencias de las deudas o los aprietos ambientales a las generaciones futuras. Nuestro reto sería el contrario, asumir los problemas del presente, desde los espacios donde se generan y junto a las personas que les afectan. Una ciudad sostenible será aquella que avance en la redistribución de la riqueza urbana y disminuya los desequilibrios territoriales, algo asumido en la actualidad por cualquier proyecto emancipador, pero también la que plante e que la redistribución debe ser universal y perdurable en el tiempo, asumiendo los límites ambientales como plantea la ecología.
Son tiempos de arriesgar, experimentar y de involucrarnos en promover peatonalizaciones, huertos comunitarios, reverdecimiento de infraestructuras, innovadoras zonas de juego infantil, impulsar nuevos equipamientos colectivos… a pesar de que puedan tener efectos no deseados. Gobiernos locales y movimientos sociales deben arremangarse y aprovechar estas discusiones para problematizar sus propuestas, no para descartarlas sino para estar más vigilantes ante las contradicciones que va a tocar gestionar. Hasta que se municipalice la propiedad del suelo, en un horizonte que hoy parece utópico, en el día a día nos va a tocar abordar estas paradojas de forma pública y participativa, tratando de prevenirlas y corregirlas en la medida de lo posible. El valor de estas pequeñas acciones se medirá por su capacidad de conectar la vida cotidiana de la gente con las imprescindibles transiciones socioecológicas, de forma que simultáneamente provoquen cambios de hábitos e imaginarios y hagan pedagogía. El paso corto y la mirada larga.
Artículo publicado en EL DIARIO