Artículo escrito por nuestro compañero Kois en EL DIARIO:
El 17 de septiembre el Congreso aprobaba por unanimidad, salvo los negacionistas de Vox, el apoyo a la declaración de Emergencia Climática que tendrá que impulsar el próximo gobierno. Un acontecimiento que ha pasado sin pena ni gloria por nuestra acelerada actualidad mediática y ante el cual nos encontramos con sentimientos ambivalentes. La declaración es un éxito de los movimientos ecologistas, espoleados por las generaciones más jóvenes; a la vez que asistimos a un claro riesgo de banalización del concepto, de convertirlo en un significante que no denota la urgencia, la gravedad, el riesgo o la radicalidad de las transformaciones que conlleva tomársela en serio. La clave para evitar que la emergencia climática se convierta en algo sobre lo que todo el mundo está de acuerdo acríticamente, convirtiéndose en un cliché o en un concepto inoperante políticamente, pasa por llenarla de compromisos efectivos y de acciones tangibles .
Hay un cuento de José Saramago que narra la historia de unas termitas que excavan pequeñas galerías en la madera de la silla en la que se sentaba un dictador. Tras mucho esfuerzo y complejos cálculos logran que la pata de la silla se rompa, de forma que el dictador se golpee contra un pico y muera. La caída del dictador parecería fruto del azar y en los relatos oficiales del suceso nunca se reconocerá el anónimo, desinteresado y sacrificado esfuerzo de las termitas que han sido quienes han hecho posible el cambio.
Las históricas movilizaciones mundiales ligadas a la huelga climática del 27S, se han acompañado el 7 de octubre de una jornada internacional de protestas impulsadas desde Rebelión por el Clima 2020 y Extinction Rebellion. El pasado lunes centenares de termitas desobedientes bloqueamos un puente en el corazón de la ciudad de Madrid e iniciamos una acampada de unos días frente al Ministerio de Transición Ecológica, como una forma de mostrar la determinación de la ciudadanía en exigir acciones comprometidas a las instituciones.
Una acción vistosa y colorida en un lugar cargado de simbolismo, pues desde lo alto del puente se podían ver muchas de las cosas que deberían cambiar para pilotar transiciones ecosociales ordenadas: los ministerios que hacen dejación de funciones y miran para otro lado, el distrito financiero que dicta las reglas de una economía que le ha declarado la guerra a la vida, los templos del consumo como El Corte Inglés o las arterias urbanas colapsadas de coches.
Esta acción ha supuesto un carrusel de emociones para quienes lo hemos protagonizado. Los nervios iniciales hasta lograr cortar el tráfico, la llamativa decoración del puente, la alegría ante la llegada de la gente y el inicio del bloqueo junto al surrealista barco rosa que lo presidía. Un cóctel de momentos emotivos grabados en la retina los rostros de la gente joven tensa, decidida y dándose ánimos ante su primera acción directa; las caras de miedo y rabia al ver algunas escenas de violencia policial; las risas cuando la gente cantaba «Del barco de Chanquete, no nos moverán» o el evidente relevo generacional al escuchar los lemas coreados en inglés con total naturalidad.
Un acto de desobediencia cargado de escenas cinematográficas, como cuando se estaba leyendo en voz alta de forma colectiva el comunicado, mientras las voces desaparecían arrastradas por la policía, los papeles se volaban y caían a pies de los antidisturbios que se ponían a leerlos detenidamente, para tratar de entender los motivos que movían a quienes estaban desalojando. O cuando algunas personas guardaban las llaves de los candados con los que se había encadenado el barco, comentando que las reservaban para dárselas a sus hijos cuando creciesen, como una forma de recordarles que sus padres no se resignaron.
Y es que de forma paradójica este bloqueo también se orientaba a tender puentes más sólidos entre organizaciones y entre activistas de diversas procedencias y generaciones, así como a abrir la comunicación con el conjunto de la sociedad. Hay una ciudadanía más afín a nuestras demandas de lo que pensamos, como se desprende del primer informe de evaluación del Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático, que muestra que la mayoría de las personas encuestadas considera urgente actuar con un índice de urgencia de 8,7 en una escala de 10. Lo que contraintuitivamente incluye a mucha gente conservadora, que también cree que las bases ecológicas que sostienen la vida deben preservarse.
Formalmente hay grandes acuerdos políticos, hay un consenso científico y un creciente apoyo ciudadano. El reto es convertir la complicidad en compromiso y movilizarla en el marco de una campaña de desobediencia climática masiva. La acción directa de la sociedad civil es nuestra última esperanza de lograr despertar a una clase política global que se hace la dormida. Y más, después de la sentencia del Procés que esconde de forma soterrada una inaceptable criminalización de la desobediencia civil como han denunciado numerosas organizaciones sociales como la PAH o Ecologistas en Acción.
Aunque hay motivos para el optimismo, como demuestra la magistral investigación de María J. Stephan y Érica Chenoweth, que evidencia como es raro el fracaso de la acción colectiva que haya logrado involucrar en sus picos de movilización a un 3,5% de la población, y muchas lo han logrado implicando números de población más bajos. No parece demasiado, pero en nuestra geografía esto se traduce en movilizar en torno a cerca de dos millones de personas. Un dato relevante es que todas las movilizaciones que llegan a esos números se sostienen sobre la acción no violenta, logrando perdurar en el tiempo cuatro veces más que las campañas violentas y siendo mucho más representativas en términos de género, edad, raza, clase o geográficos.
Además este trabajo ha demostrado también como la resistencia no violenta ha sido históricamente una herramienta democratizadora del sistema político y del propio funcionamiento de los movimientos sociales. La no violencia se ha evidenciado más exitosa a la hora de lograr objetivos políticos y ha terminado imponiéndose por pragmatismo, más allá de las consideraciones éticas o morales; de la mayor coherencia entre principios, medios y fines; de que resulte más inclusivas; o de que logren una mayor legitimidad social y dificulten la represión.
Las estrategias no violentas aborrecen del vanguardismo que termina por desconectar de la gente común, ya sea por apuestas organizativas, por excesos de intelectualismo o derivas violentas que aíslan. Nos gusta ilustrar esta idea con las simpáticas reflexiones de Fernando Gabeira al recordar, en su biografía A por otra compañero, su pasado en la guerrilla brasileña del Movimiento Revolucionario 8 de Octubre. En ella cuenta como mientras mantenían secuestrado al embajador de Estados Unidos para llamar la atención sobre la complicidad con la dictadura de su país, un chófer de bus le dijo a otro integrante del MR-8 que las personas que más admiraba en el mundo eran los secuestradores del embajador y los astronautas. Tiempo después Gabeira comprendió que para el común de la gente un guerrillero era algo tan raro como un cosmonauta, admirables y distantes, «estábamos a cien mil millas del hombre de la calle y sus preocupaciones. ¡No éramos sino un espectáculo más!».
Las modestas y anónimas termitas ya hemos empezado a desgastar los cimientos que sostienen este modelo socioeconómico pero necesitamos ser muchas más si queremos llegar a tiempo de evitar la catástrofe. Bertrand Russell afirmaba que lo más difícil de aprender en la vida es qué puentes hay que cruzar y qué puentes hay que quemar. En primavera la desobediencia climática volverá a las calles y esperamos que nos acompañes, que cruces el puente de nuestra mano.