Artículo de nuestra compañera Nuria del Viso en CTXT.
El cambio climático se está situando, por fin, en el centro de los debates políticos. No solo ha sido el eje del discurso de la joven congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez y su New Deal Verde, sino que está movilizando a miles de grupos ciudadanos en todo el mundo y se presenta como la principal preocupación de la ciudadanía a escala global, como muestra un reciente sondeo de Pew Research en 26 países y entre más de 27.000 personas. La urgente llamada a la acción del IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático) en su informe sobre los 1,5ºC no es ajena a estos hechos. Y, aunque no lo expresen públicamente, las elites también muestran su preocupación respecto a la crisis climática en sus reuniones privadas, como ponía de manifiesto el último informe del Foro de Davos de enero de 2019, por tercer año consecutivo.
La desestabilización climática es una de las manifestaciones más claras de las enormes desigualdades presentes en el mundo actual y un caso patente de injusticia ambiental. El fenómeno y la gestión que se hace de ella deja de manifiesto los mecanismos de desigualdad que hoy operan en nuestra sociedad, ya sea en función de brechas territoriales, de clase, de etnia, de género y de edad. La brecha territorial se muestra en un sencillo dato de un informe de Oxfam: el 50% de las emisiones totales de CO2 en 2015 fueron producidas por el 10% de la población mundial ‒unos 700 millones de personas de países ricos y elites de países emergentes o empobrecidos–, mientras que el 50% de la población mundial, unos 3.500 millones, han generado en torno al 10% de las emisiones totales. Por su parte, algunas de las últimas catástrofes en EEUU ‒donde tienen lugar desastres en un contexto de país rico y con capacidad de análisis posterior‒ han ilustrado cómo se manifiestan estas brechas de clase, etnia, género y edad, ya fuera la ola de calor en Chicago en 1995 o en la europea de 2003, la nefasta gestión del Katrina en Nueva Orleans en 2005 o el huracán Sandy que asoló Nueva York en 2012. Si no ocurren cambios sociales importantes, se puede prever que a medida que se endurezcan los impactos climáticos y las respuestas de las élites, sus efectos desiguales se ampliarán.
Estos rasgos están configurando el cambio climático cada vez más en términos de conflicto entre unos ‒los poderosos‒, que están primando su propia seguridad y minusvalorando el bienestar del resto, y otras ‒las mayorías‒, que pugnan tanto por influir sobre las elites como reunir sus propias fuerzas para cuidarse en común. En este conflicto se evidencian muy distintas estrategias de uno y otro lado.
Negacionismo, mercantilización y securitización
Las estrategias que despliegan las elites en torno al calentamiento global se estructuran en torno a tres polos.
Negacionismo. Las posturas negacionistas han sido una constante que ha acompañado a la crisis climática desde que empezó a identificarse como tal hace ya medio siglo, y han prosperado con la ayuda interesada de poderosas compañías petroleras y automovilísticas. Desde esta posición han disputado en la arena pública la propia existencia del cambio climático, o bien que, en caso de existir, estuviera asociado al uso de combustibles fósiles. Tiene su explicación (aunque no justificación): una economía baja en carbono reduciría el mercado de las compañías de combustibles fósiles y automóviles a una décima parte del actual, lo que supondría muerte.
Mercantilización. El objetivo corporativo es continuar business as usual el mayor tiempo posible, con “soluciones” dominadas por un tecnooptimismo ilimitado, ya sea a través de incentivos al mercado ‒como los mercados de carbono‒, fomentando soluciones individuales ‒que, sin bien son bienvenidas, constituyen una ínfima parte de las medidas estructurales necesarias, a las q no pueden sustituir‒, o abriendo nuevos nichos de negocio para lucrarse con la crisis. La agricultura ‒a través de la “agricultura inteligente”‒, el agua ‒con privatizaciones‒, la energía ‒a través de los combustibles no convencionales y los agrocombustibles‒ están en el punto de mira, así como la geoingeniería, como se detalló en un artículo anterior en CTXT. Pero también otros sectores buscan lucrarse de la desestabilización del clima.
La geoingeniería es uno de los sectores favoritos como falsa solución al cambio climático. Esta tecnología, que engloba tanto técnicas de disminución del calentamiento del planeta como la reducción de la concentración de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera no está probada a gran escala y puede conllevar riesgos importantes hasta el punto que la ONU —a través del Convenio sobre la Diversidad Biológica— estableció en 2010 una moratoria de la geoingeniería del clima.
Otro sector en boga es la construcción de megainfraestructuras y muros costeros, en los que se invirtiendo miles de millones de dólares bajo el argumento de adaptar las ciudades a las amenazas del clima. En este sentido, empresas holandesas están exportando su know how a megaciudades del sudeste asiático como Jakarta, Manila, Ho Chi Minh o Bangkok para su adaptación. Aunque en principio estas infraestructuras podrían resultar positivas, la “adaptación” está provocando un replanteamiento del espacio urbano y la expulsión del centro de las ciudades de decenas de miles de pobres (125.000 hogares solo en Manila), bajo el argumento de ponerles a salvo lejos de zonas de riesgo. En el espacio vaciado se erigen no solo infraestructuras de contención, sino también rascacielos y viviendas de lujo. Mientras, las familias ‒que se ganan la vida en el centro de las ciudades‒ son realojadas a varias horas de distancia, demasiado lejos para continuar con sus actividades productivas.
A medida que aumenten los fenómenos extremos, como grandes incendios o inundaciones, también aumentarán los daños y destrucción de los hogares. El sector de seguros está ya evaluando estas perspectivas a la vista de que las pérdidas por estos conceptos están en alza desde 1985. Según ilustra el caso de EE.UU., mientras que los hogares más acomodados disponen de seguros y pueden recuperar los costes después de desastres gracias a sus seguros, los hogares y comunidades empobrecidas disponen de seguros parciales que no llegan a cubrir los daños, por lo que pasan las siguientes décadas luchando para sobreponerse a los efectos del desastre y la pobreza. La mayor incidencia de fenómenos climáticos aumentará probablemente el precio de los seguros, convirtiéndose en productos prohibitivos para las capas más modestas.Otro sector clásico en torno a los desastres es el de seguridad. Junto a las empresas de seguridad tradicionales está surgiendo una nueva generación de compañías que cubren este amplio espectro: servicios de vigilancia y control, cuerpos de seguridad fronteriza, construcción y gestión de instalaciones de reclusión privadas, consultoría antiterrorista, logística, y entrenamiento de cuerpos de seguridad. De hecho, desde 2008 la industria de la seguridad crece casi un 8% anual. Solo el mercado de la seguridad fronteriza en Europa representaba en 2015 unos 15.000 millones de euros y se prevé que prácticamente se duplique (hasta 29.000 millones de euros) en 2022.
Securitización. Las clases dominantes están preocupadas por la crisis del clima. Temen que se desencadene el caos económico y que sus inversiones se vean amenazadas. Por eso, han potenciado un relato del cc asociado al peligro de anarquía y caos social, eufemismos ‒como señala Jonathan Neale‒ con los que aluden a posibles revueltas populares contra el poder de las corporaciones. Este relato empezó a fraguarse hace una década, cuando comenzaron a publicarse informes de instituciones internacionales y organismos de seguridad de EEUU y Reino Unido que enmarcaban el calentamiento global principalmente como un “problema de seguridad” y como un “multiplicador de amenazas”, lo que nos abocaría inexorablemente a un mundo inestable y plagado de conflictos. Estas tensiones apuntan como “culpable” a los pobres en general y al Sur Global en particular, desviando así la atención de las verdaderas responsabilidades del mundo rico.
En esta construcción del cambio climático como amenaza, la respuesta de las elites es su gestión militarizada, a cargo de ejércitos y agencias de seguridad a través de medidas de mano dura y uso de la fuerza que buscan ofrecer una pátina de “todo está bajo control” que en el fondo solo trata de apaciguar el miedo de las élites ante una posible pérdida de control, ya sea por revueltas populares o por la propia crisis climática.
Estas decisiones de fuerza se aplican tanto al perímetro exterior del mundo rico, securitizando las medidas, militarizando fronteras y externalizando la gestión a terceros países, como también al interior del territorio del Norte. Crece la mano dura y las leyes de control social se extienden en todo el mundo al tiempo que aumenta la protesta y la organización social.
Activismo desde la sociedad civil
Asistimos a una auténtica eclosión de grupos preocupados por el cambio climático. Se han cansado de esperar respuestas y están poniendo en marcha una verdadera resistencia frente a la inacción. Este activismo climático de nuevo cuño está compuestos por grupos de todo pelaje: escolares y jóvenes en huelga y de madres por el clima, de activistas en rebeldía y los que consideran que este es el asunto del siglo. Algunos de estos grupos son Fridays for Future; Extintion Rebelion; L’Affaire du Siecle en Francia; y en el Estado español, Juventud por el Clima y Contra el Diluvio.
En su diversidad, estos grupos comparten ciertos rasgos comunes, como el sentido de urgencia de su acción en defensa de la vida; el uso de la retórica de la rebelión frente a la inacción; la identificación del propio sistema capitalista como origen del problema; el vínculo que establecen entre cambio climático y cuestiones de equidad y justicia; o la ausencia de actores políticos organizados al frente.
En paralelo al nuevo movimiento por la justicia climática, están surgiendo redes vecinales y organizaciones comunitarias que están poniendo en marcha sus propias capacidades y autoapoyo para enfrentar a la vez los desafíos del calentamiento global e injusticias históricas, como la pobreza, o la exclusión. El resultado es un activismo climático mucho más transversal vinculado a la idea de justicia.
Una lucha en la que no podemos fallar
Como asegura el periodista Mattia Salvia, en torno al cambio climático se despliega un nuevo capítulo de la lucha de clases entre los poderosos y todos los demás, o del capital contra la vida. El capitalismo ‒y los poderosos‒ han entrado en “modo supervivencia” y se está preparando para la catástrofe ambiental a través de nuevos modelos de gestión con hombres fuertes que están toman el poder. Ya hay un eje de extrema derecha compuesto por Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil, Duterte en Filipinas, Morrison en Australia, los populistas polacos, y la extrema derecha húngara, alemana e italiana. A la vista de estas tendencias, existe el peligro real de que los poderosos hagan pagar la crisis climática a los pobres y que se generen conflictos entre pobres.
Las élites ya están moviendo ficha para ponerse a salvo, como aseguraba Douglas Rushkoff, ya sea en este planeta ‒como dos empresarios de Silicon Valley que han comprado grandes extensiones de tierra en Nueva Zelanda‒, encerrándose en búnkeres protegidos por cuerpos de seguridad, subiendo sus mentes a superordenadores, o haciendo planes para migrar a otros planetas.
Por exageradas que puedan resultar estas afirmaciones, conviene recordar la tesis de Kevin MacKay, profesor de ciencias sociales canadiense que ha estudiado los factores del colapso de las civilizaciones y argumenta que la causa más importante de un colapso civilizatorio es la existencia de una oligarquía que trata de protegerse a sí misma en lugar de adoptar las decisiones requeridas para el bien común. El problema, dice MacKay, es que las elites se benefician de las disfunciones del sistema y abortan cualquier solución relevante. Este profesor añade que todas las sociedades que han estado sometidas a los intereses de una elite oligárquica han colapsado. De modo que mientras sigamos rehenes de una oligarquía corporativa, llegaremos tarde a evitar los efectos ecológicos (y sociales) de la crisis climática.
Lo que ahora está en juego es quién va a tener que soportar el peso del cambio climático; y cómo se va a realizar el ajuste, si a través del control, la represión y la segregación, o con criterios de justicia climática. Si sale adelante un modelo securitario y corporativo, podemos fácilmente deslizarnos hacia escenarios de (eco)fascismo o de un mundo de guetos.
En esta lucha nos jugamos todo. La rebelión popular por el cambio climático ofrece esperanza en la dirección correcta: la necesidad de que la gente retome las riendas de este asunto vital para construir entre todos respuestas justas que no dejen a nadie atrás. Para ello es esencial coordinar la lucha climática con otras luchas, en torno a la crisis ambiental en su conjunto y las relacionadas con la justicia social y los feminismos, porque son la misma lucha. Como afirma la inspiradora escritora Rebecca Solnit, buena parte del éxito depende de reconocer nuestras propias capacidades y de darnos cuenta de que podemos luchar y ganar.