Artículo publicado en PÚBLICO, por nuestros compañeros del FORO TRANSICIONES, José Luis Fdez Kois y Nerea Morán.
En otoño de 2016 el “Arca de Noe”, que se encarga de proteger las semillas de plantas comestibles ante una catástrofe global, sufría filtraciones severas de agua debido al cambio climático; y hace solo unos días el centro de estudios sobre inundaciones de Lousiana se inundaba por el mismo motivo. Dos metáforas que ilustran la manera en que nuestra civilización está encarando el colapso climático, la superación de los límites biofísicos o el declive energético. Frente a un inexorable cambio de ciclo histórico nos contentamos con confiar en que la ciencia y los avances tecnológicos nos sacarán del lío en el que estamos metidos, pero parece que nuestras barcas salvavidas hacen aguas…
Los aportes de la ciencia y sus invenciones son condición necesaria pero no suficiente para reorganizar el funcionamiento y la economía de nuestras sociedades. El tecnoentusiasmo dominante nos ofrece una engañosa, seductora y tranquilizadora representación de la realidad; donde todo está bajo control y problemas muy complejos se pueden resolver, o estarían en vías de resolverse, gracias a las invenciones tecnológicas. Mirando de forma crítica la realidad, vemos cómo tras la racionalidad parcial de estas propuestas se esconde una irracionalidad sistémica, como afirmaba Pascal “corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos colocado algo delante de él que nos impida verlo”.
Superando el “solucionismo tecnológico”
La smart city supone la adaptación de este tecnoentusiasmo al campo del urbanismo y del diseño de los asentamientos humanos, trasladando a la tecnología la responsabilidad de dar solución a los problemas que afrontan las ciudades. Internet y el big data con sus sensores, dispositivos y aplicaciones, nos van a permitir descifrar las leyes ocultas que organizan la vida colectiva de la ciudad, ofreciendo un conocimiento neutro y verificable, indiscutible, ideológicamente inofensivo y abstracto, como diría Manu Fernández. Los grandes centros de datos serán capaces de aumentar la eficiencia de los servicios públicos, mejorar la movilidad, resolver el problema de la generación de residuos, optimizar el uso de energía… Y nuevos artefactos como las granjas verticales o los coches sin conductor, desarrollarán de forma más fiable funciones que hasta ahora realizaba la naturaleza o el ser humano. La locura del “solucionismo tecnológico” asume que la vida urbana se tornará previsible mediante predicciones claras y objetivas, que permitan racionalizar la toma de decisiones de los gobiernos locales. Los ordenadores y los algoritmos van a hacer realidad el sueño de una autorregulación armónica, eludiendo los incómodos procesos de deliberación colectiva que son la base de la política y obviando el papel de nuestros estilos de vida en la crisis ambiental y la insostenibilidad urbana.
Por otra parte, conviene resaltar que smart city es un concepto acuñado por las corporaciones y empresas tecnológicas, preocupadas por asociarlo a la modernización, revitalización e incremento de la sostenibilidad en las ciudades. Aunque los avances sean discretos en estas cuestiones, estas entidades privadas están definiendo el funcionamiento de infraestructuras estratégicas, cuando recientes investigaciones han mostrado como el big data y la gestión inteligente, en muchos casos, se están convirtiendo en verdaderas armas de destrucción matemática, que acentúan las desigualdades sociales y erosionan la democracia.
Aunque la idea de smart city ha sido asumida por los gobiernos locales de cualquier color político, nos preguntamos si lo realmente inteligente no sería desarrollar otras estrategias colectivas para situar en la agenda la urgencia de una transición ecosocial. Las elecciones municipales están en el horizonte y un urbanismo transformador deberían convertir el imaginario movilizado por la smart city en un paleofuturo, una imagen del futuro realizada en el pasado que con el discurrir del tiempo se ha ido quedando obsoleta, una imagen que además transmite y normaliza determinados valores y relaciones sociales sin poner en cuestión la viabilidad de sus propuestas. Necesitamos mucho más transformaciones culturales y de estilos de vida que avances tecnológicos.
El papel de los municipalismos
Las ciudades suponen el 2% de la superficie terrestre, acogen a más de la mitad de la población planetaria, en ellas se genera el 80% del PIB mundial y son responsables de un 70% de las emisiones de CO2. Unos datos que nos confirman que los espacios urbanos concentran en una mínima parte del territorio la mayor parte del consumo de recursos (agua, alimentos, energía…) y de la generación de impactos ambientales (contaminación, residuos, gases de efecto invernadero…). Y aunque las ciudades ignoren o infravaloren su ecodependencia, esto no deja de convertirlas en los entornos más vulnerables ante la crisis socioecológica.
Décadas después de las Agendas 21 y del despliegue global de las políticas ambientales urbanas, vemos que los indicadores no dejan de empeorar (huella ecológica, emisiones de GEI, deterioro de ecosistemas primarios…). Algo está fallando y el margen de maniobra se agota. Incluso el Club de Roma en un informe reciente, plantea la inviabilidad de cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de NNUU bajo el modelo económico vigente, pues el crecimiento sostenido hace inviables los objetivos ambientales. Los cambios radicales han dejado de ser una opción a elegir para convertirse en un imperativo a planificar.
Por el momento, las políticas municipalistas, a pesar de dar más visibilidad a las políticas ambientales en la agenda política, siguen eludiendo una cuestión que debería vertebrar las futuras transformaciones e intervenciones sobre la ciudad. Una tarea que podría haberse iniciado sin reivindicar imposibles, sin forzar excesivamente las expectativas e imaginarios culturales o socavar la legitimidad social de los ayuntamientos. Hay una clara falta de liderazgo institucional, desde las entidades locales hasta los ministerios, así como un desinterés por parte de los partidos políticos ante una cuestión incómoda para sus cálculos en términos electorales.
La necesaria transición ecosocial
Ante la omisión y el fatalismo como única respuesta, una pluralidad de movimientos sociales, en la que destaca el Movimiento de Transición, vienen ensayando alternativas prácticas a pequeña escala.
Un experimentalismo que está movilizando la ilusión de miles de comunidades locales, renovando algunos planteamientos del ecologismo y poniendo a disposición de la sociedad estructuras y patrones que pueden ser funcionales en los escenarios futuros. Huertos urbanos, gestión ciudadana de espacios públicos, compostaje comunitario, cooperativas de producción y consumo de energías renovables, alianzas agroecológicas campo-ciudad, grupos de apoyo vecinal, proyectos de economía solidaria… que se orientan a reducir los umbrales de vulnerabilidad de las ciudades; pero cuyo principal valor tiene que ver con la reconstrucción de vínculos, el fomento de habilidades sociales y conocimientos que permiten la autoorganización, la socialización en otros imaginarios culturales o la dimensión educativa de los procesos. Y no extraña que de forma tímida distintos municipios vayan institucionalizando una nueva generación de políticas públicas orientadas a fomentar, escalar y amplificar estas prácticas ciudadanas.
Las ciudades deben redefinir su agenda y apuntar hacia un modelo urbano que asuma su ecodependencia (sistema alimentario, energía, movilidad, infraestructuras verdes, compra pública, agua, planificación biorregional, consumo, educación ecosocial…), con criterios de justicia (reequilibrio territorial y desigualdad social, género y cuidados, demografía…) y democracia (procedimientos participativos). Conviene recordar que las transiciones ecosociales no van a poder afrontarse desde ninguna institución pública en solitario y tampoco parece realista que los movimientos y tejidos comunitarios puedan de forma autosuficiente construir los niveles de resiliencia social necesarios. El reto exige ineludiblemente de una complicidad y una conflictividad creativa entre instituciones y sociedad civil.
Un contexto en el que se pueden ofrecer pocas respuestas categóricas y muchas preguntas: ¿Cómo se conjuga el protagonismo social y la importancia de las políticas públicas? ¿Cómo se activa ecológicamente a los grupos socialmente vulnerables de nuestros barrios? ¿En qué medida resulta posible transformar las ciudades sin cambiar el modelo socioeconómico? ¿Qué papel pueden jugar la economía solidaria y las iniciativas comunitarias? Si el suministro de agua, energía y alimentos no se puede abordar exclusivamente a escala municipal ¿Cuál es la unidad de complejidad territorial mínima para planificar las transiciones?
Por todo ello, el próximo día 23 de septiembre y en el marco de la Semana Europea de la Movilidad y de la Feria del Mercado Social de Madrid, repletas de proyectos que proponen soluciones innovadores en los entornos urbanos, celebraremos “#CiudadComún: Iniciativas comunitarias ante los retos ecosociales”, para reflexionar colectivamente a todas estas cuestiones.