Nuestro compañero Jose Luis Fdez. Casadevante Kois publica este artículo en EL DIARIO
Durante los últimos años, de forma tímida, se ha ido avanzando en la construcción de una nueva sensibilidad hacia la naturaleza. Esta contempla desde un mayor cuidado de los animales, al descubrimiento de fenómenos como la inteligencia vegetal divulgada por investigadores como Stefano Mancuso. Aunque quizás lo más novedoso esté siendo la reciente aproximación hacia el mundo de los hongos y las setas, reconociendo su importancia en el funcionamiento de la trama que sostiene lo vivo.
Un auge al que sin duda han contribuido libros como La red oculta de la vida de Sheldrake Merlin , editado por Planeta, que nos muestra cómo los hongos permiten al 90% de las plantas nutrirse del suelo y protegerse. Además esta relación simbiótica explica la forma en que se conectan las raíces de plantas y árboles, dando pie al complejo funcionamiento de los bosques y sus mecanismos de solidaridad subterránea.
Los hongos son seres mucho más sofisticados de lo que pensábamos. Uno de los mayores y más complejos organismos del mundo, pueden vivir miles de años y llegar a medir varios kilómetros cuadrados. Vemos la seta pero nos resulta imperceptible el enorme micelio que de forma invisible la hace crecer. Hay hongos que sobreviven en el reactor de Chernobil usando la radioactividad como fuente de energía, otros sirven para descomponer sustancias contaminantes mediante la micorremediación, y otros más conforman el 15% de las vacunas o son clave en la producción de alimentos como el pan, la cerveza o el vino.
Los hongos son vitales para mantener la biodiversidad y la fertilidad del suelo, pero hasta hace poco tiempo se desconocían muchos de estos procesos. Ahora el iceberg micológico que habita bajo tierra comienza a hacerse visible. En palabras del experto en conservación de la naturaleza Mark Tercek “las redes de hongos sustentan la vida en la Tierra. Si los árboles son los ‘pulmones’ del planeta, las redes de hongos son los ‘sistemas circulatorios’”.
La investigación sobre los hongos está ayudando a consolidar el paso de la biología a la ecología, un tránsito donde resulta menos relevante estudiar a individuos que tratar de comprender relaciones complejas entre seres vivos. Al incorporar la forma en la que se relacionan los seres humanos con las setas, abrimos un espacio de encuentro entre la ecología y la antropología, como el que nos propone otro fabuloso libro: La seta del fin del mundo de Anna Lowenhaupt, editado por Capitán Swing.
Este nos narra las potencialidades de reconstruir otras relaciones sociales y ambientales entre las ruinas del capitalismo, partiendo de las comunidades dedicadas en Oregón a la recolección y comercialización de la seta matsutake, la más preciada y valorada en Japón. Una seta que tiene predilección por crecer en bosques que se han regenerado tras ser asolados por la silvicultura industrial hace décadas, y que a su vez es recolectada por comunidades de supervivientes que viven en los márgenes de la sociedad: desde los grupos de nipoamericanos a los refugiados asiáticos llegados tras las guerras de Corea o Vietnam, pasando por los grupos de blancos autoexiliados, que hacen de la autonomía y la libertad sus principales valores. Comunidades que huyen de la disciplina asalariada y que fraguan frágiles mecanismos de solidaridad, mientras vivencian una nueva sensibilidad hacia la naturaleza de la que dependen.
Un puzzle donde las piezas son las distintas interacciones humanas y ambientales que se producen con la seta. La sincronización de los efímeros mundos rurales reconstruidos en los campamentos temporales de los recolectores y el diseño de eficientes cadenas de comercio globales que operan a tiempo real. Una seta que se resiste a ser cultivada, debido a su compleja relación simbiótica con las raíces de los árboles, pero que una vez recolectada se convierte en una codiciada mercancía que se destina principalmente a ser regalada. Y es que el texto explora los elementos no capitalistas de los que el capitalismo depende y la forma en que existen alternativas al capitalismo en sus márgenes.
Mientras tanto en Japón, el gran importador de matsutake, el cuidado de los entornos en los que brota esta seta ha permitido desarrollar complejos y avanzados mecanismos para racionalizar la propiedad, inspirados en la lógica de los comunes. En aquellos bosques no comunales, la propiedad del terreno no otorga derechos exclusivos de recolección, pues se asume que el subsuelo que acoge al micelio no puede ser privatizado pues puede exceder las propias lindes de la propiedad. Así que lo usual es que haya una subasta de los derechos de recolección de tres quintos de la superficie, mientras se reserva el resto para las excursiones micológicas de las cooperativas locales. En estas jornadas semanales de recolección colectiva se juntan las personas socias para cosechar, posteriormente reparten equitativamente las setas que se hayan encontrado o se reservan para una comida en común.
Los comunes serían esa inseparable confluencia de un recurso, una comunidad y unas normas que regulan su aprovechamiento de forma que no se comprometa su reproducción o accesibilidad en el futuro. Los mundos del matsutake nos muestran ingeniosas formas de combinar derechos particulares y colectivos, derechos de de uso y de mercado, aprovechamientos y sostenibilidad. El funcionamiento de estos artificios sociales exigen de una ética y una cultura que podrían trascender la recolección de setas, para apuntar rasgos que debería contener toda sociedad que quiera hacerse cargo de la crisis ecosocial.
Leyendo este hermoso libro me acordaba del chiste de los dos vascos que iban por el monte buscando setas, y de pronto uno de ellos encuentra un Rolex de oro en el suelo y se lo comenta alborozado a su compañero. Y este le responde enfadado: «Patxi, a ver si nos centramos, ¿estamos a setas o a Rolex?»
Y es que el chiste encubre un verdadero dilema ecosocial, como es decidir a qué damos importancia. Una de las principales disputas es por definir a qué le otorgamos de forma consciente nuestra atención. Imaginar cualquier transición hacia la sostenibilidad nos aboca a centrarnos, como se le pedía a Paxti. Diferenciar la satisfacción de necesidades y el consumo superfluo, el valor de uso y el precio de mercado.
Necesitamos conformar sociedades donde dediquemos menos tiempo a producir Rolex y donde lucirlos ostentosamente no tenga un reconocimiento social positivo. O lo que es lo mismo donde destinemos más tiempo a caminar con nuestras amistades por los bosques, conocerlos en su complejidad y ser capaces de recoger setas para el autoconsumo.
Probablemente las alternativas que pueden llevarnos a ese escenario estén creciendo como las setas, literalmente. De forma invisible, subterráneamente, conformando ecosistemas cooperativos y movilizando a comunidades capaces de sobrevivir en territorios devastados por el capitalismo.