Nuestra compañera Nuria del Viso publica este texto en CTXT
El desplazamiento forzado constituye una de las principales tendencias de nuestro tiempo, y cada año se supera el número de personas obligadas a dejar su hogar. En la raíz de este fenómeno se encuentra la degradación ambiental y la destrucción de hábitats debido a la acción humana a través de una serie de dinámicas estructurales que interactúan, multiplicando sus impactos. Eventos meteorológicos extremos vinculados al cambio climático, extractivismo, infraestructuras de ‘desarrollo’ e incluso proyectos para contrarrestar el cambio climático (como los agrocombustibles, los monocultivos forestales o los parques eólicos), entrelazados con conflictos, violencia y persecución política son algunos de los factores que inciden en el desplazamiento forzado. Los movimientos de población serán, previsiblemente, una de las principales cuestiones a abordar en las transiciones ecosociales.
En 2019, 79,4 millones de personas se vieron obligadas a dejar su hogar. A comienzos de 2020, en plena pandemia, se habían sumado 100.000 personas más, según ACNUR. En una década esta cifra prácticamente se ha duplicado, desde los 43,2 millones en 2010, y se ha cuadriplicado en lo que va de siglo.
La mayor parte del desplazamiento forzado se produce ya por desastres ambientales mayoritariamente de origen antropogénico. De los 33,4 millones de personas que tuvieron que huir de sus hogares, aunque no de su país –los llamados desplazados internos– en 2019, tres cuartas partes (24,9 millones) tuvieron que dejar su hogar debido a desastres, casi todos vinculados a la desestabilización del clima, según datos del Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC). El conflicto y la violencia ocasionó el desplazamiento forzado interno de la cuarta parte restante (8,5 millones). Crecen los números absolutos de desplazamiento y también lo hace la probabilidad de verse obligado a abandonar el propio hábitat: el riesgo del desplazamiento forzado por desastres es un 60% superior al existente hace 40 años.
La crisis climática seguirá desplazando a un número creciente de personas en las próximas décadas. Aunque las cifras varían mucho dependiendo de las fuentes, la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), encargada del desplazamiento ocasionado por desastres “naturales”, estima que en 2050 los desplazados climáticos ascenderán a 200 millones de personas. Personas que deberán buscar forzosamente otro lugar donde asentarse ya sea por fenómenos meteorológicos súbitos, como inundaciones, olas de calor o grandes incendios, o bien por fenómenos de desarrollo lento, como sequías o subida del nivel del mar. También por aquellas prácticas equivocadas del “desarrollo” que han arruinado suelos, vaciado acuíferos o expoliado mares. En síntesis, personas cuyos hábitats no permiten la subsistencia, sea de forma temporal o permanente.
El IDMC ha identificado los principales factores que inciden en el riesgo de desplazamiento ante los desastres: la intensidad del fenómeno extremo o de la destrucción ambiental en cuestión, el grado de exposición al mismo y la vulnerabilidad personal. Así, el desplazamiento no afecta a todos por igual, ni por áreas geográficas ni tampoco dentro de una misma zona. A la vez, la decisión de desplazarse depende de contar o no con ciertos recursos, ya sean monetarios, de conocimientos, o redes, que permitan asentarse en un nuevo lugar. Hay poblaciones tan depauperadas que no pueden emprender el viaje, y se ven atrapadas en sus lugares de origen. Por otro lado, la línea que separa desplazamiento forzado y migración es porosa y poco definida.
Cabe precisar que la inmensa mayoría de quienes se desplazan proceden de países empobrecidos, no suelen cruzar fronteras internacionales, y si lo hacen, en un 84% se quedan en países cercanos, países también empobrecidos. Una parte muy pequeña se dirige o llega al mundo rico, y la mayoría lo hace con pasaportes en regla y a través de medios convencionales.
Los que logran entrar a los países postindustriales deben sortear numerosas dificultades debido a una batería de políticas restrictivas e inmovilizantes en centros de internamiento o en campos donde viven condiciones muy precarias, como ilustra el caso del campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, con capacidad para unas 3.000 personas y donde vivían hacinadas más de 13.000. La destrucción del 80% de las instalaciones por un incendio ha dejado aún más desprotegidas, sin techo y sin alimentos, a varios miles de personas.
Las tendencias en marcha en materia de desplazamiento vienen marcadas actualmente por la militarización y securitización de las fronteras que beneficia ante todo a la industria de la seguridad. En el presupuesto 2021-2027, la UE propuso triplicar la partida para migración y control de fronteras (con 30.600 millones de euros ), y destinar otros 24.300 millones a seguridad y defensa, lo que se traducen en su mayoría en contratos para las empresas. Este sector presiona incansablemente en los centros de poder por políticas más y más restrictivas. De hecho, mientras que las llegadas se vienen reduciendo desde 2016 tanto en la frontera entre México y EE.UU. como en la Frontera Sur de Europa, los presupuestos para el sellado de fronteras y la externalización de la gestión a terceros países –con códigos de derechos humanos mucho más laxos– no ha dejado de crecer. La Agencia Europea de Fronteras y Guardacostas, antes Frontex, ha triplicado de largo su presupuesto en tan solo cinco años.
Algo similar ocurre con la Guardia de Fronteras estadounidense. El investigador Todd Miller constata un aumento muy significativo del aparato fronterizo en Estados Unidos en los últimos 25 años, acompañado de un crecimiento similar del presupuesto en control de fronteras que ha pasado de 1.500 millones de dólares en 1994 a 24.000 millones en 2019. Esta dinámica alimenta una espiral de securitización que fortalece las instituciones de control y militariza las fronteras.
En Europa se han implementado varios ‘muros’ para impedir la llegada de quienes se desplazan. Desde los años noventa se han construido cerca de 1.000 kilómetros de vallas y muros en el viejo continente, a los que se añaden barreras marítimas –un total de ocho operaciones navales principales– y “muros virtuales”, sistemas de vigilancia y control fronterizo que emplean tecnología militarizada. Desde que comenzaron a militarizarse las fronteras en la primera década de este siglo, las medidas son cada vez más restrictivas. La legislación internacional de protección en vigor para demandantes de asilo se está convirtiendo en papel mojado, especialmente en los países postindustriales. Por ejemplo, desde el acuerdo de la UE con Turquía en 2016, Grecia ha endurecido sus políticas en sucesivas reformas del sistema de asilo.
El Mediterráneo es ya la frontera más peligrosa del planeta, según la OIM. El año 2019 se cerró con la muerte de al menos 1.250 personas en su viaje migratorio. Y estas son las víctimas cuyo cuerpo fueron recuperados, y en algunos casos identificados, pero se cree que hay un 80% más que desaparecen en el mar sin duelo alguno. Por ello, está justificado hablar de necropolítica, utilizando la famosa expresión del pensador africano Achille Mbembe, al referirnos a las actuales políticas de fronteras.
Usando la covid como excusa, algunos Estados están además endureciendo las medidas de control contra quienes se desplazan, como bien ha mostrado el campo de Moira: después de vivir meses de confinamiento, la aparición del primer caso de en el campo llevó al cierre total del mismo y a la imposición de una cuarentena generalizada, lo que añadió más presión a una situación ya explosiva.
Mitos y realidades
Estos procesos se entrelazan con los discursos de la extrema derecha en busca de un chivo expiatorio y de respuestas simplistas a tendencias globales complejas. Este discurso, sin embargo, ha calado más allá de los círculos ultras y corre el peligro de impregnar las políticas incluso de gobiernos centristas. Por el momento, las visiones xenófobas han logrado desplazar muy a la derecha el marco de los debates y de las políticas institucionales de la UE en torno al desplazamiento de personas. Así, se ha conformado un discurso ligado a un supuesto “efecto llamada” si se relajan las actuales políticas de control migratorio, aunque esto, en realidad, significa ni más ni menos que el respeto de la legislación internacional.
Conviene recordar que los motivos del desplazamiento forzado son de tal calibre que ninguna política restrictiva, por dura que sea, logrará evitar los flujos de personas y, sin embargo, sí causan enorme sufrimiento y pérdida de vidas.
Como demuestran distintas investigaciones y trabajo de campo, buena parte de las personas que se desplazan nunca pensaron en migrar, y solo eventos de fuerza mayor les llevaron a dejar atrás todo e iniciar un viaje a lo desconocido. Ante el imperativo de situaciones como un conflicto armado o la violencia política, inundaciones, terremotos o la subida del nivel del mar lo sensato es que las personas se desplacen. La movilidad es, al fin y al cabo, un proceso de adaptación ante la degradación ambiental y de cambios radicales en las condiciones de vida. Y la adaptación es uno de los mantras más repetidos frente al cambio climático. Sin embargo, algunos pretenden negar una de las expresiones más directas de esa adaptación. La creciente criminalización de la movilidad parece olvidarse de que esta constituye un derecho fundamental de las personas y nos ha acompañado en el proceso de convertirnos en humanos.
Un cierre nacionalista y excluyente de fronteras responde a un intento de defender privilegios que el mundo rico ha disfrutado durante siglos a costa de otros territorios y otros grupos de población. Si antes no estaba justificado, mucho menos lo está ahora en un contexto de emergencia climática. Cualquier cierre excluyente precisa de acciones autoritarias que pueden desembocar en ecofascismo y que son, a todas luces, salidas en falso porque más pronto que tarde chocarán con los límites biofísicos del planeta. Además, ese tipo de respuestas podría llevarse por delante o dejar gravemente maltrecha la urdimbre que entreteje a los seres vivos y a las sociedades: la interdependencia, la ayuda mutua, la solidaridad.
Cómo relacionarnos y convivir con quienes se ven obligados a desplazarse constituye un ingrediente esencial en las transiciones ecosociales. Si aspiramos a habitar en sociedades que cuiden, humanas y justas es urgente repensar los enfoques en torno al desplazamiento forzado y la migración.
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Nuria del Viso es miembro del Foro de Transiciones y de FUHEM Ecosocial.
El Foro de Transiciones envío el pasado 24 de mayo una carta pública al presidente del Gobierno en la que se planteaba la necesidad de abrir un gran debate sobre la crisis ecosocial, una discusión que debe formar parte del proceso de reconstrucción tras la epidemia, pues las apuestas políticas y las inversiones económicas que se realicen determinarán en enorme medida las oportunidades de pilotar transiciones ordenadas, que superen la insostenibilidad socioeconómica y ambiental del modelo de crecimiento actual.