Artículo publicado por nuestro compañero del FORO Antonio de Lucio en EL DIARIO.
“La batalla de la sostenibilidad (del planeta) se ganará o se perderá en las ciudades”. Así se declaró solemnemente en la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro, en 1992. Brotaron lemas como “piensa globalmente y actúa localmente” o “desde lo local se puede cambiar el mundo”. El documento general que resultó de la misma, con vocación de plan de acción global para el nuevo siglo, la Agenda 21, dio carta de naturaleza, en su capítulo 28, a las llamadas “agendas 21 locales”.
Las ciudades ocupan el 2% de la superficie terrestre, consumen el 60% de la energía mundial, emiten el 70% % de los gases de efecto invernadero y generan el 70% de los residuos. Estos son los datos que utiliza la agencia de Naciones Unidas que directamente se ocupa de la realidad de las ciudades (UN-Habitat); pero es habitual encontrar en otras fuentes cifras aún mayores, imputándose a las mismas hasta el 75% y 80% de la contaminación (en emisiones y vertidos) y el 70% del consumo energético.
Procede tomar estas cifras como aproximaciones, obviamente. Detrás de sus diferencias existen modulaciones relevantes en la definición de los indicadores, empezando por la propia definición de ciudad. «Una ciudad es una palabra que puede describir cualquier cosa. Un pequeño asentamiento en el Medio Oeste, con menos de 10.000 personas» o «Tokio, con una población que se aproxima a los 40 millones de personas». «Si cualquier cosa puede definirse como ciudad entonces la definición corre el riesgo de no significar nada» . Así empieza la última obra de Deyan Sudjic (director del Museo de Londres) “El lenguaje de las ciudades”.
La Conferencia Europea de Estadística de Praga, en 1966, propuso que se consideraran ciudades “las aglomeraciones de más de 10.000 habitantes y las de entre 2000 y 10 000 habitantes siempre que la población dedicada a la agricultura no excediera del 25 % sobre el total”. En realidad, cada país ha establecido sus propios umbrales.
No obstante, la mejor respuesta al desasosiego de Sudjic creemos encontrarla en la definición cualitativa de ciudad que han dado sociólogos urbanos como el francés François Ascher, (“Los nuevos principios del urbanismo”). Ciudades son “las agrupaciones de población que no producen por sí mismas los medios para su subsistencia”. La ciudad por definición no es autosuficiente. Su existencia desde sus orígenes responde “a una división técnica, social, espacial de la producción”, implica intercambios de todo tipo entre los que producen los bienes de subsistencia y los que producen bienes manufacturados, bienes simbólicos, poder o protección (siguiendo la explicación de Ascher).
La revolución industrial, con su desarrollo técnico, alteró por completo esa relación de intercambio campo-ciudad y desencadenó tal proceso de localización de la población en las ciudades que sólo en los últimos cien años mientras la población mundial se ha multiplicado por cuatro la urbana lo ha hecho por doce.
De Europa y norteamérica a África y Asia
Este proceso, en principio, se focalizó en el mundo industrializado. En 1950, más del 55% de la población urbana mundial era europea o norteamericana. Sumaban 700 millones. Pero a partir de ese momento las cosas cambiaron. Y la explosión demográfica de las ciudades se identificó, primero con América Latina, durante varias décadas, y ahora, en los últimos lustros, con África y Asia. Hoy sumamos unos 4000 millones de urbanitas, sobre una población mundial de más de 7.500 millones. Y las proyecciones hablan de 5000 millones de aquellos para el 2030, lo que exigiría la construcción de una ciudad de un millón de habitantes cada semana.
Como en la novela de Dickens, nos enfrenamos a la “historia de dos ciudades”, a la historia de dos planetas urbanos distintos. En el mundo desarrollado desde finales del siglo XIX, por unas razones u otras, se reacciona con suficiente capacidad al hacinamiento de las nuevas masas obreras urbanas en infraviviendas y se promueve la urbanización ordenada a través de marcos legales y políticas públicas de infraestructuras y viviendas. En los países en desarrollo del resto del mundo las cosas van a suceder de manera muy distinta, predominando de facto el desbordamiento informal, incluso a pesar de los esfuerzos de algunos estados desarrollistas, como los iberoamericanos de los años 50 a 70, por acercarse a las pautas de políticas públicas urbanas europeas.
Tendremos que ser conscientes de que cuando hablemos de casos ejemplares como Copenhague o Frankfurt estos no podrán ser extrapolable fuera del circuito cerrado de las ciudades globales desarrolladas. En el mundo en desarrollo las cosas son muy distintas, y sus ciudades están determinadas por los slums, los tugurios, las villas miserias, las comunas, las favelas, las bidonvilles. Más de la mitad del millón de habitantes que semanalmente se sumarán a la humanidad vivirán en tugurios. Acercarse a esta otra realidad urbana exige un gran esfuerzo de comprensión. El profesor londinense Abdou Maliq Simone nos recuerda cómo «el principal recurso que los ciudadanos africanos han tenido más a mano para hacer ciudades ha sido principalmente ellos mismos»; y cómo «en la mayoría de las ciudades africanas, el 75% de las necesidades básicas se satisfacen de manera informal, y estos procesos de informalidad ocupan todos los sectores y dominios de la vida urbana».
La huella ecológica de los metabolismos urbanos
Formales o informales, las ciudades, los sistemas urbanos, no son, ni pueden ser, autosuficientes. Para mantener viva su actividad y organización, requieren de flujos de entrada de materiales y energía, procedentes de sistemas naturales. Dependen igualmente de esos sistemas naturales para los flujos de salida de los residuos contaminantes que resultan de la utilización de aquellos materiales y energía. La ciudad depende del mantenimiento equilibrado de estos sistemas naturales de soporte, de subsistencia. En las sociedades agrarias, sin crecimiento, esa dependencia, ese equilibrio, estaban presentes de forma intrínseca; en la tecnología vernácula, en los ritos y relatos “de aldea”, y en la gobernanza, de los bienes comunes –agua, pastos, bosques–. Tal era el caso, en Segovia, mi cuna, de la Comunidad de Ciudad y Tierra.
La revolución industrial y tecnológica, con sus dos siglos de prosperidad y crecimiento anual medio de 3,5%, vino a diluir entre los urbanitas el sentido de dependencia de los ecosistemas, se instaló una fe ciega en los avances científicos y técnicos, generalizándose la idea de que el crecimiento es y será constante, sin límites. El catedrático de urbanismo José Fariña, en su blog (un generoso tesoro para todos los interesados en la ciudad) aborda esta cuestión de la mano de Ortega y Gasset y su Meditación de la Técnica (lecciones de 1933). Entendiendo a la ciudad como la mayor creación técnica de la humanidad, y partiendo de su admiración y reconocimiento a la técnica como algo inherente al ser humano, sin la cual éste no es tal, concluye advirtiendo cómo el paisaje artificial desarrollado por la técnica ha ocultado a nuestros ojos la naturaleza primaria, y ha creado la falsa apariencia de que la humanidad no está limitada.
Hoy sabemos que este paradigma es el que ha entrado en crisis a partir de las paulatinas evidencias científicas del desbordamiento de los ciclos naturales básicos para el funcionamiento seguro de los ecosistemas de subsistencia. Desbordamiento que el científico ambiental Johan Rockström concentra en nueve grandes áreas (el cambio climático inducido por la emisión de gases de efecto invernadero; la sobreutilización de los recursos de agua dulce; el uso abusivo del suelo, con destrucción de hábitats y deforestación; etc.)
Dependerá “de los modelos de organización urbanos que la explotación de recursos naturales aumente o disminuya en el tiempo”, se señala desde la ecología urbana (Salvador Rueda). Para que disminuya se va a requerir una gestión mucho más inteligente de la complejidad maximizando la entropía, en términos de información (principio de Margaleff), es decir aumentando la eficiencia. En esto consiste precisamente la economía circular, y las energías renovables en relación con las redes inteligentes y el vehículo eléctrico; y la multifuncionalidad de los espacios públicos; y, en movilidad, la recuperación de la proximidad y de las potencialidades autónomas no motorizadas, la intermodalidad, los sistemas integrados de transporte público y los nuevos servicios; las infraestructuras verdes,; la rehabilitación integral energética de edificios; la regeneración de barrios y tejidos urbanos; la interacción de todo lo anterior con la productividad y la generación de empleo. En definitiva, en esto consiste un urbanismo inteligente y decente, no entregado a la mera lógica competitiva.
Al hilo de esto recodemos cómo Lewis Mumford ( La Ciudad en la Historia, 1961) refirió el desarrollo urbano de Ámsterdam en los siglos XVI-XVIII como el mejor ejemplo en el que las fuerzas dinámicas del capitalismo, aun a su pesar, acabaron actuando además de en pos de su beneficio en pos de un fin público. Aventuramos que fue clave para ello la “cultura del territorio” de los holandeses, quienes (retomando las reflexiones de Ortega y Fariñas) nunca dejaron que el paisaje artificial les hiciera olvidarse de la naturaleza primaria Las ciudades que construyeron con admirable esfuerzo, cohesión y técnica estaban por debajo del nivel del mar. En el plano de la gobernanza, enfatiza Mumford cómo “durante los dos o tres siglos en los que el capitalismo se mezcló con las instituciones más antiguas y recibió la influencia de ellas, su dinamismo dio origen a algunos de los mejores planos residenciales que hayan conocido las ciudades hasta hoy”; beneficiando incluso “hasta los sectores más humildes de la clase media”. Tiene sentido, pues, que evoquemos a la vieja Comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia, proyectando la ciudad en la categoría y la tierra en el planeta.
Transición basada en objetivos
Volviendo al siglo XXI, evidentemente, la gestión de la complejidad urbana de manera eficiente, para reducir su entropía y su presión sobre los ecosistemas naturales, a través de todas esas líneas de acción que hemos referido, va a requerir de estrategias dignas de tal nombre, con objetivos, medidas, normas, financiación. Estrategias que conjuguen los objetivos de habitabilidad y calidad de vida, con los objetivos de descarbonización energética. Estrategias operativas en cada una de las distintas escalas de gobierno (de manera esencial estrategias locales y estrategias-país), siendo indispensable su eficaz interacción (gobernanza multinivel). Estrategias participativas, que sepan construir consensos políticos, ciudadanos y empresariales. Y, desde luego, estrategias dotadas de una visión a largo plazo, que se sepa vincular con las políticas y acciones inmediatas.
Compartimos con Jeffrry Sachs la idea de que dos herramientas son esenciales a tales efectos, la retroproyección (backcasting) y las hojas de ruta tecnológicas. Ello no sólo es compatible con el mercado (frente a posiciones negacioncitas de uno u otro signo), sino que es el modo habitual de actuar por parte de las industria de vanguardia tecnológica (p. ej. la Ley de Moore en relación con los microprocesadores, según la experiencia de Intel).
Las estrategias locales: objetivos y redes
En este sentido se ha recorrido un intenso camino desde los planteamientos iniciales de las “agendas 21 locales” hasta la concreción de objetivos de las estrategias actuales. Para ello ha sido clave el papel de las redes de ciudades, en su pluralidad, institucionales o ciudadanas, generalistas o focalizadas (ICLEI, Eurocities, Pacto de Alcaldes europeos, C-40, red de ciudades intermedias de la UCGL, POLIS, Energycities o “Ciudades en Transición”)
Un caso paradigmático de red es la “Asociación Europea de Municipios en Transición Energética” ( Energy cities), que agrupa a más de 1000 autoridades locales, Nace en 1990 a fin de impulsar políticas energéticas locales más sostenibles. En el año 2102 se plantea ya abiertamente la idea de transición energética, sobre la base de las experiencias y planteamientos innovadores ya en marcha, vinculándose la acción presente con una visión a largo plazo, y conjugándose en todo momento los objetivos de habitabilidad y calidad de vida para todos con los objetivos energéticos. A finales del 2015, en el contexto de la Cumbre del Clima de París (COP 21), se lanza el objetivo de ciudades 100% renovables.
Por su parte, Frankfurt (miembro de Energy Cities) es a la vez un buen ejemplo de estrategia-ciudad. En 2012 desarrolló un primer planteamiento de funcionamiento de la ciudad con 100% energías renovables para el año 2050. En el 2015 se acuerda el Plan Maestro para ello, disponiendo de una “hoja de ruta tecnológica” a tal efecto; basada en un estudio previo de factibilidad a cargo del Fraunhofer Research Institute, incluyendo simulaciones de necesidades energéticas de hoy hasta el 2050 en todos los sectores, considerando escenarios cambiantes de población y precios. El objetivo general se articula mediante la reducción de consumo de energía del 50%, y mediante la aportación de energía renovable, en partes iguales de origen local, y de origen regional.
Merece destacarse la interacción de esta estrategia-ciudad con la estrategia-país (pues el proyecto se concreta a resultas de una convocatoria federal ); con la estrategia-land (la mitad de la energía renovable vendrá de la región) y, sobre todo, con la ciudadanía, por un lado, a través de las cooperativas de generación, y, por otro lado, como consumidor concienciado, a fin de hacer realidad las reducciones del 50% de la demanda energética planificadas. Pues, no todo es tecnología. Una parte esencial de la transición pasa por cambios en la manera de consumir, en los estilos de vida.
Por último, como ejemplo de estrategia-país ninguna resulta más oportuna que la Transición Energética alemana (Energiewende). Toma como horizontes temporales los años 2020 y 2050. Su concepto fue lanzado oficialmente en septiembre del 2010, tras décadas de avances de todos los colores. Una precisa hoja de ruta (con objetivos, plazos, medidas, proceso de evaluación) fue aprobada en el verano del 2011 por el Gobierno federal, el Bundestag y el Bundesrat, con el consenso de todos los partidos. Se fijan oficialmente reducciones en la emisión de gases de efecto invernadero de un 40% para el año 2020 (respecto a 1990) y del 95% para el 2050. Prescribe reducciones del consumo energético primario del 20% para el 2020 y del 80% para el 2050. En términos de inversión se la equipara con el esfuerzo de la reunificación y de la reconstrucción posterior a la guerra.
Más de la mitad de dicha inversión corresponde a una ciudadanía de perfil muy transversal. En ese sentido, Craig Morris y Arne Jungjohann (“Energy Democracy. Germany’s Energiewende to Renewables”, 2016) han destacando el activismo empresarial de sectores conservadores rurales o el apoyo intelectual del ordo-liberalismo, cuestionando a quienes han situado este proceso dentro de las “narrativas anticapitalistas”, como es el caso de Naomi Klein (2014). En todo caso, la transición energética alemana es un proceso que se convirtió en política nacional a partir del impulso y del camino previamente recorrido por las ciudades y los ciudadanos, en claro ejemplo de movimiento de abajo-arriba, de base comunitaria.
Se confirma la intuición de 1992. Es desde lo local desde donde se está impulsando la transición llamada a recuperar el equilibrio de los metabolismos urbanos con lo biocapacidad del planeta.