Artículo publicado por nuestra compañera Nuria del Viso en EL DIARIO.
Los foros y cumbres en torno al cambio climático, como el I Foro por el Clima celebrado en el Congreso de los Diputados en diciembre pasado, y los efectos cada vez más visibles del cambio climático han ido creando una conciencia en nuestras sociedades de la responsabilidad de las actividades humanas en la generación del calentamiento global y sus consecuencias desiguales e injustas sobre diferentes grupos sociales. Mucha menor visibilidad reciben otro tipo de actividades económicas humanas, aunque con impactos tan graves y más inmediatos que el cambio climático: la extracción acelerada de energía y materiales.
La actividad extractiva abarca desde la minería a gran escala a la agricultura industrial de monocultivos, pasando por la tala de madera para la exportación en bosques originarios, la construcción de presas que anegan enormes espacios o infraestructuras de transporte que fracturan el territorio hasta lo más profundo de las selvas, y, por supuesto, la extracción de petróleo y gas, motivo de conflictos e invasiones aún en el siglo XXI. En estas actividades desempeñan un papel muy destacado las empresas transnacionales, que operan arropadas por los estados.
Las actividades de extracción han alcanzado tales dimensiones, ritmo y expansión en todo el mundo que se ha acuñado un término para describirlo: extractivismo. Según Eduardo Gudynas, el extractivismo es «una combinación simultánea de tres características: el volumen e intensidad de la extracción de bienes naturales; su aplicación a bienes sin procesamiento o muy escaso en el lugar de extracción; y su destino mayoritario a los mercados globales». Aunque esta expresión se refiere en su origen a explotaciones minera y petroleras, actualmente incluye también los monocultivos de exportación, la extracción forestal y pesquera e incluso, bajo ciertas circunstancias, el turismo de masas.
Por más que en la era digital se nos hable de digitalización y desmaterialización de la economía, sin embargo, el extractivismo no deja de crecer. Parece que olvidamos con demasiada facilidad que nuestros cachivaches tecnológicos consumen no solo energía (eléctrica), sino abundantes materiales escasos. El coltán es el más conocido, pero hay otros. Además, en el propio proceso de extracción, procesado y fabricación se consumen ingentes cantidades de energía y preciosos recursos irremplazables como el agua.
El físico Eric Williams, uno de los académicos que más contribuye hoy a desvelar esta cara oculta de las TIC, mostraba, en un estudio elaborado para la ONU junto con Ruediger Kuehr, cómo la fabricación de productos electrónicos es altamente intensiva en el uso de recursos naturales, superando con creces a otros bienes de consumo. Según sus cálculos, la fabricación de un ordenador de sobremesa requiere al menos 240 kg de combustibles fósiles, 22 kg de productos químicos y 1,5 toneladas de agua. El peso en combustibles fósiles utilizados supera las cien veces el peso del propio ordenador, mientras que por ejemplo, para un coche o una nevera, la relación entre ambos pesos −de los combustibles fósiles usados en su fabricación y del producto en sí− es prácticamente de uno a uno.
La mayor parte del extractivismo se produce en los países del Sur y en lugares remotos (física o simbólicamente) del Norte, donde todavía queda espacio natural que explotar en una nueva versión de la división internacional del trabajo, con unos países y grupos sociales tanto en el Norte como en el Sur que consumen los bienes y otros que habitan los “territorios de sacrificio” o que contribuyen con su empleo precario en la extracción y producción de los bienes de consumo.
El extractivismo genera graves impactos de contaminación en los ecosistemas en forma de contaminación de suelos, agua y atmósfera, que afecta a la salud de las poblaciones y destruye sus medios y formas de vida. En los casos más graves, el extractivismo genera vastas extensiones de tierras muertas -y también aguas oceánicas-, ya sin capacidad de autorregeneración. Estos procesos hacen inhabitables muchos lugares, lo que obliga a sus habitantes a marcharse rumbo a las ciudades o incluso más lejos. Son las microexpulsiones a las que se refiere Saskia Sassen. Resulta difícil determinar cifras de los expulsados y expulsadas por el extractivismo, un goteo imparable desde hace décadas, pero puede ayudar un dato orientativo: 60 millones de personas emigran anualmente a las grandes urbes de todo el mundo; ellos conforman el grueso de los habitantes de las villas miseria, slams, o suburbios que se expanden en el Sur global, que conforman el 78% de la población que vive en las ciudades de los países menos desarrollados, y sigue en aumento.
Pero antes de que se produzcan tales desplazamientos, son muchos los que deciden resistir a la actividad de las trasnacionales, desde pequeñas colectividades de campesinos a comunidades indígenas, que se oponen a la desposesión de sus tierras, a la contaminación de sus ríos, a la destrucción de sus medios de vida y la desaparición de sus modos de organización social, a menudo situados en los márgenes de la economía capitalista. Estas resistencias se conocen como conflictos socioecológicos, que son la expresión de los enfrentamientos en torno al acceso y uso de los bienes naturales, así como el reparto de los costes asociados al proceso y la eliminación de residuos. Estas disputas constituyen una parte cada vez más importante de la conflictividad global. Algunas de estas luchas han alcanzado las noticias de todo el mundo: la guerra por el agua de Cochabamba, las luchas del movimiento Chipko (India) en defensa de los bosques, la larga resistencia de los ogoni en Nigeria contra los impactos de la extracción petrolera de la Shell son algunos ejemplos de una larga lista de resistencias que no paran de multiplicarse a medida que el acceso a los recursos escasea y avanza el deterioro ecológico del planeta.
La asimetría entre los agentes de estas luchas, a menudo protagonizadas por pequeñas comunidades que resisten a poderosas transnacionales y el hecho de que muchas veces se produzcan desconectadas unas de otras incentiva el abuso de poder por parte de estados y trasnacionales, que literalmente arrasan la resistencia con mil estratagemas, desde las estrategias de desgaste a base de desacreditar y difamar a los activistas, su criminalización y aplicación de leyes ad hoc -como leyes antiterroristas o la acusación de incitar a la violencia por convocar manifestaciones- o la no aplicación de la legislación nacional e internacional de protección de comunidades indígenas o protección de defensores de derechos humanos y del medio ambiente, su persecución legal, secuestros, asaltos sexuales hasta el asesinato, tristemente cada vez más común.
La muerte de Berta Cáceres en 2016 dio la vuelta al mundo y puso en las agendas un modo de proceder que los activistas y defensores del medio ambiente llevan sufriendo mucho tiempo: el acoso y agresión de los cuerpos de seguridad del Estado y grupos paramilitares y de seguridad privados. Más recientemente los casos de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel en Argentina han mostrado que no se trata de casos aislados, sino de una forma de hacer que se va normalizando en nuestro tiempo. Las muertes no paran de incrementarse: 116 en 2014; 185 en 2015; 200 en 2016, y 117 entre enero y agosto de 2017 son las cifras de los casos comprobados, pero hay muchos más. Tres cuartas partes de los asesinatos se producen en América Latina, con especial incidencia en Brasil y Colombia. Filipinas es otro punto negro para quienes defienden el medio ambiente. Las mujeres, que cada vez están más presentes al frente de estas luchas, reciben gran parte de la represión y la persecución. Mientras los activistas defienden el medio ambiente incluso con su vida, los perpetradores permanecen en su inmensa mayoría en la impunidad. En el contexto del Estado español, la campaña Defender a quien defiende pretende concienciar y revertir esta situación.
A medida que el capitalismo senil se desprende de sus máscaras y afila sus uñas para enfrentar tiempos más complejos de crisis ecológica y social, se hace cada vez más evidente el desdén por la legalidad nacional e internacional más protectora y endurecen las leyes de control social mientras se ponen a punto acuerdos internacionales y la legislación necesaria para allanar el camino sin ningún tipo de traba a las trasnacionales. En este contexto, si no se revierten las actuales tendencias no habrá mediador capaz de frenar o resolver los conflictos socioecológicos y sus graves impactos porque son luchas por asegurar unas mínimas condiciones de vida (del ecosistema y de las sociedades), algo que está cada vez más en disputa en el capitalismo del desastre. Solo la recuperación de la función protectora de las ciudadanías por parte del Estado y las instituciones internacionales, junto a una decidida regulación para limitar las actividades extractivas y las abusivas prácticas de las trasnacionales puede reencauzar esta situación.