Artículo de nuestra compañera Marga Mediavilla, en EL DIARIO, sobre prácticas alternativas de consumo, pues para poder revertir la actual tendencia de empobrecimiento, desempleo y desigualdad debemos renunciamos a la golosina del consumismo y optar por una economía realmente nutritiva que alimente nuestro cuerpo social, cree empleo y cuide los ecosistemas que nos sustentan.
Es descorazonador comprobar hasta qué punto la energía colectiva desarrollada en España entre 2011 y 2014 ha ido consumiéndose sin apenas ser capaz de mover nada; dando lugar a esta depresión actual que ha seguido a la ira que, a su vez, siguió a la esperanza de los primeros momentos. Últimamente estamos metidos cada uno bajo nuestro caparazón, algunos queriendo creer que todo está bien y la crisis ha pasado, otros simplemente comiéndonos la ira e invirtiendo las energías escasas en sobrevivir a los problemas cotidianos.
Sin embargo, hay algo que llama poderosamente la atención: ¿somos realmente tan impotentes? ¿Es tan imposible cambiar el abuso de ese conglomerado financiero, empresarial, político y mediático? Me inclino a pensar que no es cierto y lo que realmente sucede es que no sabemos, o no queremos saber, cómo cambiar. El problema es que no somos capaces de ver el panorama global del mecanismo que nos ata, bien porque nuestra cultura no está acostumbrada a pensar así, o bien porque, inconscientemente, no queremos verlo.
Jordi Pigem, en su libro La odisea de Occidente, postula que uno de los principales defectos de la cultura occidental ha sido esa costumbre de disociar el mundo mental del corporal, despreciando la importancia de lo físico y ligado a la naturaleza frente a las abstracciones de la mente.
Es probable que esa sea también la clave de toda nuestra impotencia actual. Intentamos resolver nuestros problemas con las herramientas habituales de la política: manifestaciones, conferencias, artículos de opinión… Pero en muy escasas ocasiones bajamos a actuar en la economía que sustenta la política, y menos en el mundo físico que sustenta la economía. Y es que nuestros problemas políticos tienen más que ver con lo que cada día compramos, comemos y quemamos que con lo que cada cuatro años votamos.
La principal reivindicación del 15M era recuperar la democracia. Pero ¿cómo podemos a tener democracia si, como denuncia Ferrán García, cuatro empresas controlan el 60% de la leche que consumimos, cuatro actores (la gran distribución, Campofrío, El Pozo y Argal) controlan el 70% de los productos cárnicos que nos alimentan y el 75% de los alimentos que consumimos los compramos a siete empresas (cinco corporaciones de supermercados y dos centrales de compra)?
Si pensamos que este tipo de empresas no son en absoluto instituciones democráticas, podemos calcular que las personas que controlan la alimentación en nuestro país caben en una sala de reuniones. Si esto sucede en un sector como la alimentación, que no necesariamente requiere tecnologías avanzadas, podemos imaginar que en otros sectores la concentración de poder es igual o mayor.
Mientras el enorme caudal de capital que suponen las compras de los 46 millones de españoles siga fluyendo por muy pocas manos es inútil que intentemos hablar de democracia. Este capital proporciona, entre otras cosas, una enorme capacidad de control de los resortes del poder mediático y, por ende, del político. A nivel internacional también estamos viendo cómo la concentración de capital de las empresas transnacionales les está haciendo aspirar a escribir las legislaciones nacionales, como muestran las propuestas del TTIP, el CETA y el TISA.
Pero imaginemos que, por un momento, los millones de personas que salieron a la calle en las grandes manifestaciones dejaran de dirigir su atención al Congreso y miraran hacia esa hipotética sala donde se reúnen quienes controlan la economía. Los manifestantes podrían darse cuenta de una verdad muy obvia: el dinero que gestionan los ocupantes de la pequeña sala es el que ellos mismos les entregan voluntariamente cada día. Si los manifestantes, en lugar de gritar eslóganes en las calles, cambiaran sus opciones de compra o decidieran organizarse para comprar directamente a los productores y crear sus redes de distribución, los poderosos ocupantes de la sala empezarían a asustarse verdaderamente y a escuchar con enorme atención lo que dice la calle.
Pero los manifestantes raras veces se plantean esas opciones. Hay algo profundamente inoculado en nuestro ADN colectivo, algo que pocos cuestionan y es la base de todo el sistema capitalista: el comportamiento egoísta e individualista del consumidor. Cuando, después de un gran esfuerzo de organización colectiva, los manifestantes van a comprar, olvidan toda la política, toda la solidaridad y todos los valores y eligen la mejor relación calidad/precio, al margen de cualquier consideración ética, social o ecológica.
Esta dinámica del consumidor egoísta concentra la producción en las empresas más eficaces. Debido al aumento de ventas y las ventajas de la economía de escala, estas empresas se vuelven, a su vez más grandes y más competitivas en una espiral de concentración empresarial como la que hemos vivido en las últimas décadas y que, de seguir por este camino, nos llevará a un inmenso monopolio mundial.
Si el comportamiento egoísta del consumidor es la base de la concentración empresarial, también el comportamiento colectivamente inteligente del consumidor podría ser la base de una economía del bien común orientada hacia el bienestar de las personas y la sostenibilidad ambiental. Esa unión del mundo material de la compra diaria con el mundo intelectual de la política es una herramienta extraordinariamente potente que apenas hemos utilizado y es la única que podría cambiar el rumbo actual de aumento de la desigualdad, cambio climático, explotación laboral y desequilibrios internacionales que conducen a migraciones.
¿Por qué no usamos más esta fantástica herramienta? Probablemente porque la desconexión entre nuestro mundo físico y nuestra cabeza no está sólo hecha de ignorancia, es un olvido deliberado. El consumo consciente y ético tiene un precio: es más caro, menos cómodo, da menos prestigio social, no permite devastar los recursos naturales del planeta en una orgía que dejará sin recursos a las siguientes generaciones. Los precios bajos y los fantásticos diseños del mercado globalizado son nuestras particulares golosinas, poco nutritivas pero muy apetecibles, que no nutren nuestro empleo ni nuestra economía productiva, que destruyen los ecosistemas base de nuestra vida y ni siquiera alimentan bien nuestros cuerpos, pero que nos encanta disfrutar.
Algunas personas ya no pueden optar por un consumo responsable ni pueden elegir, porque han entrado en la espiral de la pobreza, pero muchas otras sí podemos hacerlo todavía y, en gran medida, tenemos la obligación moral de hacerlo. Si las personas que todavía podemos comprar responsablemente no hacemos uso de nuestro poder, la concentración empresarial continuará y, en unas décadas, nos podemos encontrar en un mundo muy similar a los esos latifundios en los que los trabajadores están obligados a comprar en los almacenes de la empresa que los emplea y pagar los precios abusivos que ésta impone, lo que les convierten en esclavos de facto que apenas pueden satisfacer sus necesidades mínimas.
Somos todavía una sociedad rica, capaz de movilizar cantidades ingentes de energía y materiales, tenemos todavía niveles altos de información y libertad. ¡Claro que podemos cambiar las tendencias actuales y avanzar hacia un mundo más solidario, justo y sostenible! Podemos hacerlo, pero sólo si nos damos cuenta de algo muy básico: las opciones no están en nuestras manos, ahora mismo, están en nuestros estómagos. Para poder revertir la actual tendencia de empobrecimiento, desempleo y desigualdad debemos renunciamos a la golosina del consumismo y optar por una economía realmente nutritiva que alimente nuestro cuerpo social, cree empleo y cuide los ecosistemas que nos sustentan.