Nuestros compañeros Jorge Riechmann y Adrián Almazán publican este artículo en eldiario.es
Desde hace ya meses, la ensayista y pensadora Naomi Klein nos advierte de que la crisis en la que casi todos los países del mundo han quedado sumidos tras la pandemia mundial de la COVID-19 se está convirtiendo en la excusa perfecta para la construcción de (en sus palabras) «una distopía de alta tecnología». Klein observa que Silicon Valley ya tenía toda clase de planes antes del coronavirus en que imaginaba sustituir muchas, demasiadas, de nuestras experiencias corporales insertando tecnología en medio del proceso; y nos llama a resistir contra el Screen New Deal. Pues de nuevo las élites utilizan el dolor social y la confusión para llevar a término de manera antidemocrática su particular proyecto de mundo. Si en los setenta el alzamiento de las dictaduras militares latinoamericanas se convirtió en el pistoletazo de salida de un neoliberalismo que posteriormente ha infectado al planeta con su lógica desquiciada, hoy las grandes multinacionales del capitalismo tecnológico, con la inestimable cooperación de gobiernos de todo el globo, nos pretenden hacer creer que nuestra única alternativa es abrazar el proyecto de digitalización total del mundo. TINA (There Is No Alternative), el lema de Margaret Thatcher, actualizado.
En el Estado de Nueva York el CEO de Google Eric Schmidt encabeza ya una comisión para imaginar una nueva normalidad que, desde su punto de vista, tendrá que ser la de un Screen New Deal que permita a Estados Unidos imponerse en el conflicto geopolítico que le está enfrentando a China en ámbitos como el control de la infraestructura 5G. La lógica, pese a que ahora se escude en la necesidad de luchar contra la crisis sanitaria, es clara: lejos de denunciar lo que Marta Peirano no ha dudado en calificar como la primera tecnodicatura del mundo, debemos emularla –forzando al máximo lo socialmente aceptado– para no quedar atrás en los beneficios que se derivan de la nueva economía del dato del capitalismo digital. La IV Revolución Industrial, y su proyecto estrella, el Internet de las Cosas, aspira a que no pueda existir interacción social que no venga mediada por una interfaz digital conectada y, por tanto, se convierta en fuente de cada vez más datos sobre todo lo que hacemos. Estos datos seguirán alimentando algoritmos de inteligencia artificial que, como demuestran escándalos como el de Cambridge Analytica o la crítica al solucionismo tecnológico de Morozov, están adquiriendo un poder creciente sobre nuestra vida personal y política.
En Europa, esta doctrina del shock digital está tomando sobre todo forma en los planes de recuperación frente a la crisis de la covid-19, y en particular en el fondo Next Generation EU mediante el que la Unión Europea planea poner 750.000 millones de euros a disposición de sus estados miembros. Pese a que éste se ha presentado como una oportunidad única para poner en marcha un Nuevo Pacto Verde Europeo, de facto actuará como un acelerador del proceso de digitalización total de la economía, las instituciones y las relaciones en Europa. Su naturaleza de plan estratégico integrado obligará a todo Estado que quiera acceder a los fondos que ofrece a abrazar una economía digital en la que se apueste por «las tecnologías como la inteligencia artificial, la ciberseguridad, los datos y la infraestructura de computación en nube, las redes 5G y 6G, los superordenadores y los ordenadores cuánticos, y las tecnologías de cadena de bloques».
En el hecho de que en el plan convivan la apuesta por la digitalización con la voluntad de una transformación ecológica del territorio europeo parte de una convicción falsa: que la informatización del mundo puede ser herramienta y catalizador de una transición ecológica en el continente. La realidad es que, por el contrario, digitalización y transición ecosocial son proyectos de naturaleza antagónica bajo las relaciones socioeconómicas realmente existentes. Por un lado, porque la extensión de internet y las TIC está suponiendo un aumento exponencial del consumo de energía y materiales críticos, especialmente minerales escasos como las tierras raras o el coltán. Internet no es una nube inmaterial, y la economía digital no está desacoplada de los impactos ecológicos. El acceso a la Red de Redes solo es posible gracias a la existencia de un entramado de servidores (ordenadores conectados las 24 horas del día y sujetos a exigentes demandas de refrigeración, concentrados en pocos lugares del mundo y en su mayoría propiedad de las grandes empresas tecnológicas) que se extiende cada vez más, a la par que todos nuestros dispositivos necesitan utilizar materiales y energías para construirse, distribuirse y eventualmente desecharse. La fase digital del capitalismo industrial está suponiendo una impresionante profundización del extractivismo, un aumento de las emisiones de efecto invernadero –si Internet fuera un país sería el sexto más emisor del mundo y consumiría tanta energía como Rusia– y una destrucción ecológica ampliada.
Al fin y al cabo, una de sus virtudes más celebradas de la digitalización del capitalismo es su capacidad para acelerar el crecimiento. Desde la automatización de los intercambios financieros, hoy en gran medida en manos de las inteligencias artificiales, hasta el tipo de consumo compulsivo característico de los portales digitales, la Cuarta Revolución Industrial parece ser el único modo de mantener a flote unas dinámicas de acumulación que llevan décadas funcionando a trompicones. Más allá de que el crecimiento que este proceso abandera esté suponiendo un deterioro de las condiciones laborales y vitales de millones de personas que cada vez más se ven sujetos a la precarización extrema de nuevos modelos de negocio como Deliveroo o Uber, no debemos olvidar que la idea de un desacoplamiento entre crecimiento e impacto ecológico es ilusoria. Para descarbonizar necesitamos desdigitalizar y descomputadorizar, como argumenta Ben Tarnoff en un artículo muy sólido.
Hoy, cuando la confluencia de una crisis climática cada vez más acelerada, una pérdida masiva de biodiversidad y un agotamiento cada vez más rápido de combustibles fósiles y minerales escasos dibuja un claro escenario de colapso ecosocial, lo que hace falta es frenar, parar y repensar casi todo. No necesitamos un crecimiento supuestamente «verde» e «inteligente», sino decrecer con criterios de justicia, igualdad, autonomía y auténtica sustentabilidad. Y la crisis actual, en vez de estar aprovechándose para desarrollar ese proceso de reflexión colectiva, está suponiendo la excusa perfecta para dar carta blanca (todavía más si cabe) a desregulaciones masivas que, de nuevo, no dudarán en seguir ampliando la destrucción ecológica si con ello pueden mantener a flote algunos años más la suicida trampa del crecimiento capitalista.
Lo alarmante es que esta huida hacia adelante tecnológica, cuyo símbolo y piedra angular es el 5G, no solo promete generar efectos sociales y políticos del todo indeseables, sino que se lleva a cabo desoyendo las advertencias de cientos de científicos y médicos que, uniéndose a organismos como la Agencia Europea de Medio Ambiente, están solicitando la aplicación del principio de precaución ante el despliegue del 5G, alertando de sus riesgos tanto para la salud humana como para la vida en general. Pese a que una arrolladora maquinaria de propaganda sigue insistiendo en que las radiaciones no ionizantes no pueden generar efectos biológicos, la investigación científica ha desmentido esto hace tiempo. A lo largo de los últimos veinte años, se ha vuelto extremadamente fuerte la evidencia de que los CEM (Campos Electro-Magnéticos) débiles puede modificar los procesos biológicos en todo el rango de frecuencias, desde ondas estáticas a milimétricas, advierten Frank Barnes y Ben Greenebaum. En un artículo titulado «Planetary electromagnetic pollution: it is time to assess its impact», publicado en The Lancet en diciembre de 2018, científicos del grupo de investigación australiano ORSAA constatan que, de 2266 estudios sobre CEM, no menos del 68% encontró «significativos efectos biológicos o efectos para la salud«.
Lejos de atender estas advertencias, de las que sin embargo aseguradoras de todo el mundo toman buena nota negándose ya a dar cobertura al despliegue actual de esta tecnología inalámbrica, nuestras sociedades e instituciones se desentienden de las mismas gritando fuerte ¡fake news! y asocian con mala fe la oposición al 5G con otras reivindicaciones «magufas» (antivacunas por ejemplo) para desacreditarlas. Y no se presta atención al enorme asunto de la «captura» de los cuerpos reguladores por parte de los vested interests (atiéndase al reciente informe de dos eurodiputados, Klaus Buchner y Michèle Rivasi, desde Bruselas).
Especialmente preocupante en ese sentido son las conclusiones del Consejo de la Unión Europea celebrado el 9 de junio de 2020. En el artículo 36 de las mismas, y amparándose en la necesidad (que compartimos) de acabar con las teorías que vinculan la extensión del 5G con la pandemia de la Covid-19, tachan de a priori como falsa cualquier posición que defienda que dichas «redes suponen una amenaza para la salud». Con ello no sólo desoyen la evidencia científica, sino que dan vía libre a la profundización de prácticas de censura sobre los grupos opositores al 5G que plataformas como Facebook o Youtube llevan ya desplegando desde hace meses.
Por ello, creemos que hoy resulta más importante que nunca sumarse a las plataformas y movimientos sociales que, apelando al principio de precaución, dicen no a la extensión del 5G y al mundo sin contacto de la Cuarta Revolución Industrial. La paralización de esta tecnología, y el desmantelamiento parcial de otras ya instaladas (algoritmos de inteligencia artificial, tecnologías inalámbricas, etc.) es crucial si queremos hacer en serio un balance de costes y beneficios y, quizá más importante aún, contar con el tiempo suficiente para poder decidir de manera democrática el rumbo de nuestras sociedades. El proyecto de digitalización del mundo tiene como meta alcanzar hasta el último rincón del suelo y el cielo, que no tardará en verse inundado por miles de satélites privados que garanticen la instalación del nuevo Internet de las Cosas. Sin embargo, ¿no es acaso una locura jugarnos todo a la carta de unas tecnologías con requerimientos de energía y materiales que exceden lo que el planeta Tierra da de sí? ¿No estaremos fragilizando aún más nuestras posibilidades de reorientar nuestras sociedades en una senda ecológicamente consciente y que ponga la vida en el centro si abrazamos de manera acrítica la instalación de un mundo sin contacto?